martes, 17 de agosto de 2010

Noches blancas



Desgarras esta noche blanca con tus uñas de doble filo. Simplemente deslizas la mano y destruyes las quinientas noches que con tanto trabajo se han construido. Las cortas como al papel periódico,
Decides no seguir con esa farsa y decides matar al pequeño cerdo que habías estado alimentando con tanta devoción cada domingo. No hay problema, esas cuchilladas en la garganta estaban bien merecidas. Te vengaste con guante blanco.
Y caminas con las manos manchadas de sangre, repleto tu vestido de noche y el olor a sexo en la noche. No quieres voltear atrás. Te jactas, te burlas y sonríes con esos labios que tantas veces dijeron que jamás terminaría esa noche blanca. Te vas, te vas para no volver. Ahora sí es la tercera.
Y caminas con esas zapatillas, con el cabello al viento, con tus ojos en el horizonte de aquella ciudad. Sin voltear atrás. Pero tu mente en otros sitios, mares de arena y sal. Noches blancas de luna de queso, tan lácteas ellas. Con tus recuerdos en la ciudad. Sonriente de caminar pero triste de dejar atrás la vida de domingo.
Ya te fuiste y sigues aquí. Ya estás de aquel lado, pero las noches blancas han regresado a la ciudad, se quedaron para mostrarte lo equivocada que estabas. Toda esta magia, todas tus estrellas, toda tu historia se quedó en papel de servilleta del café de la ciudad. Tus ojos se fueron contigo, pero tu mirada se quedó en el coche, reflejada para siempre en el espejo retrovisor, con tu sonrisa de nostalgia y tristeza. Sabías lo que se avecinaba, sabías lo que iba a suceder. Y aún así te sumergiste en esta absurda aventura conmigo.

9 de Agosto de 2010.
Culiacán Rosales, Sinaloa.

jueves, 22 de julio de 2010

Intermedio

Bueno, con la novedad que se robaron mi compu... donde venían gran cantidad (si no es que todos) de mis cuentos. Y las imágenes que ponía para ilustrarlas. Así que si esto caminaba de por sí lento, ahora será poco más que difícil que haya actualizaciones recurrentes. Pero me daré mi tiempo para escribir algo que vaya saliendo. Las imágenes puede que no sean de lo más decorativas pero también se intentará integrar al paisaje literario. El clima parece no ayudar mucho, pero las lluvias prometen llegar pronto. Esperemos que, como dijo un Culichi, sean lluvias de siete días. Lluvias de siete días. Esperemos sorpresas. Un abrazo a todos y cuando vengan al norte, los espero con mi sucia noche de vapor.
( https://www.freepik.es/vector-premium/ilustracion-mujer-art-deco_6679167.htm )

sábado, 15 de mayo de 2010

Polvo de estrellas



¿Que sucede cuando no tienes cohesión? Claro, sales disparado en todas direcciones, infiltrándote en las más curiosas situaciones. Te despedazas en miles de pequeñas particulas, como polvo cósmico. Pero la supernova para después, aún no es tiempo.
Simplemente viajas en todas direcciones a la vez, y dejas que tus pensamientos sean más grandes que tu, que el magnetismo que te mantenía unido se vuelva una especie de licuadora.
"Así que, estás hecho pedazos, ¿eh?"
Bueno, pues avanzas tan rápido que la teoría de la relatividad se vuelve obsoleta y vuelves por ti, cada vez antes, cada vez más temprano.
"¿Ya cuantos eres?"
Y eres todos pero no coagulas en ninguno. Aquella persona extraviada en el súper, o la que se cayó en plena explanada de la escuela en el recreo, o la otra que se quedó observando la luna de queso después de hacer el amor en el asiento trasero de un Valiant 76. Pero no, tampoco estás ahí. Sigues viajando por días y días.
Y el polvo estelar comienza a aplicar la teoría relativa pero de lugar. Te alejas tanto que tiendes a estar de nuevo en el mismo lugar.
"¿Pero estás lejos, no?"
Te fragmentas como una gigantesca constelación. ¿Que pasa si te ves desde otro lado, de otro planeta? Te vuelves otra constelación. Pasas del gigantesco oso al estúpido idiota parado en la esquina. Y así son millones de años.
Pero cuando ya estás marinado y listo para afrontarlo, comienza la ebullición. Comienzas a perforar termómetros con saña y demencia. Comienzas a botar tapas y matar lagartijas. Tu supernova te espera, lista para darte tu merecido merecido.
La ebullición te presiona los tímpanos y te araña la piel. Te aplasta, te amasa, te anuda. Te mete poco a poco en los espacios que deja el corcho de tu vino tinto a 12 grados. Mayor compresión. Hasta que es casi inevitable el estallido. Pero solo hasta entonces, te voltea a ver con esa mirada burlona y la sonrisa cínica y destructiva en sus labios. Claro, el dolor es insoportable.
Y entonces piensas -¿piensas?- que todo eso para qué. ¿Para qué quieres estar convertido en una masa viscosa y maloliente a mitad de tu mísera existencia? ¿Qué de divertido tiene estar aplastado contra el vidrio, contra el asfalto, contra la lámina caliente y doblada de tu auto recién chocado y con las llantas aún girando, mirando al cielo? ¿No preferirías tomar una piña colada recostado sobre un pasto tan verde que ni sus ojos pudieran compararse? ¿Ser de verdad polvo estelar? ¿Mirarte a ti mismo desde un lugar tan alto que sólo creas que eres tu?
Bue... entonces ajustas bien el nudo a tu cuello y pateas la silla en la que estás parado.



Colima, Col.
15 de Mayo de 2010.

viernes, 19 de marzo de 2010

La vida en un hilo.




Nació un dieciséis de mayo de algún año en el sexenio de López Portillo. Su familia (es decir, la familia del padre y la madre) no estaba muy contenta con ese nuevo retoño, que venía a arruinarles la vida a Ella, una prometedora periodista y reportera que aún no terminaba la carrera de Ciencias de la Comunicación (sic) en la Ibero y ya tenía trabajo en la revista Marie Claire como enviada especial en México, y que además tocaba espléndidamente el saxofón; y a Él, un muchacho trabajador, honesto y bastante observador, lo que hizo que lo ascendieran de mecánico a Jefe de Taller, en la agencia Volkswagen de Insurgentes, pero que al mismo tiempo le costó veinticinco mil pesos (de aquellos), que fue el préstamo que tuvo que pedir para construir una casita en un terreno allá por Satélite, que le heredó su papá antes de morir, que a su vez lo ganó en una apuesta con su compadre en el póker de los sábados en la cantina “La Preferida”, que el compadre, dolido en el orgullo porque no contaba con la flor imperial de corazones de su contrincante, fue, se acostó con la esposa del compadre, que enteróse, le vació el tambor de la treintaiocho en los huevos, con un progresivo estado de depresión alcohólica consecuente y finalmente la muerte; porque necesitaba llevarse a Martita (que así se llama la mamá) a vivir con él para que la ley la cobijara como concubina y poderla internar en la clínica 14 del IMSS con el seguro de Miguel (que así se llama el papá) que le daba la Volkswagen Insurgentes y poder ver el bebé a través del cristal frente a las cunas e incubadoras, y dejar para después el asunto del matrimonio que tanto incomodaba a las familias.
Todo fue cuestión de la casualidad y el azar (¿acaso no lo es todo?).
El día anterior a conocerse, Miguel y un amigo del trabajo salieron temprano de la chamba y decidieron ir por unos alcoholes a la cantina de por el centro, que después de muchos traspasos, clausuras y caídas de hacienda, resultó que era la misma donde el padre de Miguel había ganado el terreno por Satélite con aquella baraja extra que se escondió bajo la manga antes de salir de su casa y que después, trágicamente, había acabado la amistad de ambos compadres al recibir el sancho, en sus partes nobles, las ocho balas que su compadre traía en la fusca.
Miguel y su amigo tenían para rato, contando anécdotas de borracho y de no tan borracho; pero como al amigo se le había muerto una tía por ahí media ricachona, comenzó a gastar el dinero de la herencia de antemano. Viendo que la llevaba para largo, Miguel se fue cuando el amigo apenas le estaba quitando el sello a la tercera botella de ron.
Al día siguiente, en el trabajo, se dio cuenta de que su amigo no había asistido, pero nunca se enteraría de que después de la tercera botella hubo una cuarta, y una quinta ya con la cantina cerrada y el cantinero platicando incoherencias y cayéndose de pedo. Tampoco se enteraría que una vez que hubo despertado, y con una cruda inclemente, fue a ver al notario, que le dio el cheque de su herencia y en cuanto lo cambió salió a recorrer el mundo, que aquí entre nosotros, alcanzaba para recorrerlo como seis veces. Y mucho menos se enteró de que cuando iba por Brasil, unos gángsters lo confundieron con uno de su banda que los había traicionado y le pusieron tanto plomo entre pecho y espalda, que los policías de forense llamaron al servicio de limpia para que lo levantaran con palas y carretilla.
Total que llegó un Atlantic con la portezuela y el guardafango derechos hechos yogurt. El de relaciones públicas de la empresa lo mandó llamar y le pidió que el carro estuviera como salido de agencia (sic) en menos de dos horas. Para su mala suerte, el amigo pedo–rico–gángster era el laminero. Él sólo entendía de bujías, carburador y cuatro tiempos. Y ya no pudo objetar nada, porque el güey de relaciones ya le estaba diciendo al dueño del carro que lo metiera al taller, que ahorita mismo comenzaban a repararlo. Ese fue el momento.
El dueño del Atlantic chocado era Marta, Martita pa’ los cuates. Miguel la vio con la vista fija y la sangre fría al manejar el carro, y se enamoró. Pero sólo era una ilusión óptica, porque realmente, ella estaba tratando de fijar la vista para no manejar chueco, y trataba de mantener la calma por que si en la agencia descubrían que estaba borracha, no le harían válida la garantía. Y precisamente por eso estaba hecho chicharrón el carro. Las niñas (ella y otras compañeras de la escuela) habían “salido temprano” de clases, y aprovechando que Marta traía el carro de su mamá, todas fueron a dar una vuelta a Coyoacán antes de llegar a sus respectivas casas. La idea de los helados y las vueltas alrededor de la fuente de los coyotes las hacían sentir niñas, según sus propias palabras después, cuando se descubrió el secreto. A una de ellas, Yésica, se le ocurrió la brillante idea de ir por una botella de coñac a la casa de su padre, que por cierto estaba en Texas ajustando unos problemas finales en una fusión de empresas que harían que la empresa gringa invadiera el mercado con mercancía barata de las maquiladoras de la frontera y tuviera un monopolio en el país, y para que no hubiera problemas, a nombre de un mexicano (exacto, el papá de Yesiquita). Pero ya entrando en gastos, las niñas decidieron que una no bastaba; por lo menos dos de coñac y una de brandy. Y así se fueron al Desierto de los Leones.
Habiendo vaciado las botellas, las muchachitas dispusieron que ya era hora de irse, pero no sin antes la meada para antes del viaje de regreso. Eso les costó otra hora, porque al momento de mear, formaron un círculo viéndose las caras y antes de terminar, reventó la carcajada general, que a algunas las hizo irse de espaldas, a otras de frente y una más tuvo la osadía de ponerse de pié y mear parada. Fue el paroxismo hilarante: todas riendo hasta el límite de sus pulmones.
El ruido de los cristales estrellándose, el golpe de la lámina y los gritos de sus compañeras la despertaron del plácido sueño que estaba teniendo sobre el volante del automóvil, pero no por eso dejó de apretar el acelerador y derrapando mientras maniobraba vertiginosamente el volante logró salir del Desierto de los Leones dejando el faro y medio metro cuadrado de pintura en uno de los árboles del camino, que tenía la inscripción con navaja de “Ángela y Mariano” y que después moriría irremediablemente con la caída de la lluvia ácida.
Antes del suceso, todas las muchachas estaban preocupadas por la apariencia de sus ropas, ya que se habían estado revolcando en la tierra húmeda por sus orines. Pero después, ni siquiera lo olían. Estaban todas preocupadas por lo del carro, sacaron todo el dinero que tenían para ver si con eso podían arreglar el carro para antes de la hora en que se suponía salían de la escuela. No, Marta decidió que enfrentaría el regaño como lo que era: una travesura. Repartió a sus amigas en sus casas y ya con un poco menos de alcohol en la sangre, una de ellas dijo: “Pero es casi nuevo, ¿no te lo pueden reparar en la agencia?”. Sonaron las fanfarrias y los aleluyas mientras Marta aceleraba de nuevo para que lo tuvieran listo a tiempo. Fue cuando llegó, entró al taller y vio a Miguel en su overol azul, manchado de grasa y con una matraca con el dado de catorce en la mano.
Ella no distinguía entre lámina y motor, así que no pudo juzgar como le hizo Miguel para poner una puerta, un salpicadero, un faro, una parrilla y el espejo retrovisor nuevo en una hora con cincuenta minutos, y además enderezar la defensa hasta quedar como nueva. Miguel no opinaba lo mismo: creía todo un logro para apenas un equipo de seis personas (todo el personal de taller en ese momento, y la mayoría crudos) hacer todo lo que hicieron en menos de dos horas. Claro que no contó con la mirada fija de Marta que se posó en él desde que llegó, y que lo ponía nervioso aún cuando estaba bajo el auto apretando unos tornillos que se suponía debían estar fijando el salpicadero pero que realmente sólo estaban volando. Pero a la inversa, Marta tampoco contaba que Miguel la estaría observando, viendo a través de sus ojos, sintiendo en su piel, respirando de su aliento, y no como ella creía que él ya había visto que estaba borracha y que en cuanto terminara el trabajo iría y le diría a su patrón que le cobrara la reparada porque eso no lo cubría la póliza. Pero que importaba, estaban a mano... de no ser por lo que sucedió después.
No le cobraron, el carro tenía un año de seguro según la agencia. Ella creyó que el mecánico se había apiadado de ella y no le había dicho a su superior. Quedó muy agradecida porque no la descubrieron en su casa y tuvo un sueño tranquilo que sus padres interpretaron como el cansancio del estudio. No dudaron que su hija llegaría a ser algo grande.
Días después, cuando las risas entre sus amigas se habían agotado y los remordimientos de conciencia se habían pasado al archivero de los recuerdos, a Marta le quedaba un expediente abierto. Tenía la certeza de que debía regresar con el mecánico y agradecerle lo que hizo por ella, pero si iba así, despertaría sospechas y el gerente podía preguntar, echando abajo toda la puesta en escena. Sólo podía hacer algo: chocar de nuevo.
La noche del Atlantic golpeado, Miguel tuvo un sueño erótico y una pesadilla después. Cuando despertó, hizo como que analizaba sus sueños y concluyó que el sueño erótico era por la mirada fija de la chica y la pesadilla era porque estaba intranquilo de que lo fueran a regañar cuando se dieran cuenta del trabajo tan pésimo que había hecho. Aunque lo cierto era que el sueño erótico fue producto de una película, que estaba viendo precisamente antes de quedarse dormido, en la cual salían unas porristas de preparatoria gringa y tenían que dar su máximo cuando salieran a apoyar a su equipo de fútbol americano. La película no era porno, pero “estaban bien chulas las güeras esas”. Y las pesadillas fueron consecuencia de unas gorditas de chicharrón, unos huaraches de requesón y unas chaparritas de naranja que se atascó antes de llegar a su casa después del trabajo, a modo de cena.
Los días siguientes ya no hubo sueño erótico, no así pesadillas; pero en su mente se dibujaban a cada rato los ojos con la mirada fija de ella. Apretaba los tornillos y veía sus ojos. Ponía las juntas al carburador y veía sus ojos. Cambiaba las bujías y veía sus ojos. Hasta cuando cambiaba el aceite veía sus ojos. Por supuesto que Marta no tenía idea de esto, pero lo que nunca se pudo haber imaginado es que por andar de borracha en el Desierto de los Leones aquel día, las consecuencias las pagaría un pobre incauto que llevó su sedán a revisión y al momento de acelerar a fondo cuando pretendía huir de la ley por haberse pasado un alto, el motor del vocho explotara en mil pedazos y la Volkswagen México diera mucha lana para callar a los periodistas y que el caso no pasara a mayores, para no hacer mala publicidad a un vehículo que se estaba vendiendo tan bien. La filial mexicana jamás se enteró de que Miguel, por andar viendo los ojos de Marta en vez del carburador, había sido el responsable de tan extraño accidente, del que por cierto, sólo ha existido un caso en el montón de años que lleva la compañía con vida en el planeta.
Miguel estuvo a punto de volverse loco porque ahora no sólo veía los ojos de Marta, sino que la veía de cuerpo completo y con todo y Atlantic. Pero estuvo a punto de llorar cuando vio que el carro tenía un golpe en el otro lado. No pudo soportarlo y antes de hacer cualquier cosa con el carro, le declaró su amor a Marta. Ella no supo que contestarle en ese momento, si no hasta que todo el personal de taller estuvo chiflando porque llevaban más de cinco minutos viéndose a los ojos sin hacer absolutamente nada. “Cuando termines con el carro, te digo”, fueron sus palabras. Y Miguel, más rápido que bien, terminó el trabajo y esperó la respuesta de Marta.
Y así como los gatos que se hacen mañosos cuando prueban lo fino, el Atlantic tuvo un golpe nuevo cada dos días mientras duraron los dos últimos meses de la garantía, que fue más o menos cuando el padre de Marta le pidió explicaciones a su hija por el pésimo estado en que se encontraba el coche, y es que Miguel todavía no aprendía muy bien el oficio de laminero. Lo de él era la máquina.

Así pues, éste niño creció por Satélite, sin la total aceptación de sus abuelos maternos, pero con un amplio margen de cariño por parte de la abuela paterna, que además de envenenarlo lentamente con dulces De la Rosa que la abuela compraba a precios irrisorios en las salidas del metro porque la fábrica de Azcapotzalco no consideraba que pasaban el estándar de calidad; pocas veces el niño salía ileso de los domingos que la abuela iba a visitarlos, pues los lunes siguientes aparecían en cuello y brazos los moretones característicos de los efusivos abrazos y consecutivos besos a su nieto preferido, y que el niño soportaba por aquello del “preferido”, y las docenas de dulces. Claro que fue hasta ya avanzada la infancia del niño que se dio cuenta de que era su único nieto, puesto que la tía misteriosa de la que alguna vez escuchó hablar, pero nunca vio, aún no volvía del otro lado, a donde huyó con un pretendiente que no le agradaba en lo absoluto a la abuela y que pensaba encontrar un trabajo bien remunerado en el vecino país del norte; y que al momento de volver decidieron tomar la dirección contraria para ver si ahora sí les sonreía la vida... y sólo les sonrió hasta llegar a Canadá, donde el pretendiente tomó un empleo en el Ayuntamiento y se dedicaba a limpiar la nieve de los caminos los nueve meses que duraba el invierno.
Eso no impidió que el niño (quien por cierto se llama David) jugara con sus amiguitos de la cuadra a los guerreros con los materiales que estaban usando los albañiles para construir una colonia del infonavit como a seis calles de su cuadra. Como tampoco impidió que un día, David llegara lleno de cemento hasta las orejas porque los amiguitos abrieron un saco, y al ver la consistencia tipo talco del mismo, arrojaron al más pequeño (David) a una pequeña montaña que habían formado al abrir cinco sacos y vaciarlos en el suelo. Al caer dentro de la montaña, se levantó una nube de cemento que llenó el cuartito en construcción en el que ponían los materiales; y todos quedaron espolvoreados. Los ocho niños de aquella cuadra tuvieron sus respectivos regaños y sus posteriores comezones y despellejadas paulatinas de piel.
Pero ese era sólo un juego entre los millones que había en una de las orillas de las que pronto sería una colonia de gran aceptación dentro de las familias bien acomodadas de México.
Desde que tiene memoria, David fue un niño problema, a veces abusivo, a veces travieso. Siempre solitario. Se metía con los niños con más dinero que él y los engañaba con el cuento de que iba a la tienda por refrescos, que ahorita volvía, que no tardaba, nomás espérenme aquí y se iba a la tienda a comprar cosas, que ahí mismo se las comía y regresaba después de media hora con unas papas diciendo que nomás para eso había alcanzado, que se las repartieran. Lo hacía casi a diario. También robaba pequeños juguetes de sus amigos cuando ellos iban al baño y lo dejaban solo en el cuarto de los juguetes. Jalaba papel de baño y lo ponía dentro de la taza, para ver cómo el remolino seguía jalando más y más papel. Pintaba con crayolas en los platos y sartenes, le sacaba el aire a las llantas de los coches estacionados en la calle cerca de su casa, se sonaba con las cortinas, se llevaba un alfiler de seguridad a la escuela para picar a los compañeros cerca de él cuando pasaban lista, llenaba con cuidado y casi metódicamente las llaves del lavabo con tierra para que saliera lodo en vez de agua al lavarse las manos, les pegaba a sus compañeros en la cabeza con la mano llena de mermelada (su madre nunca entendió bien esa rara obsesión de los sándwiches con mucha mermelada que siempre le pedía su hijo), arrancaba los cables para tender la ropa y ataba a un perro en un extremo y a un gato en el otro, iba por todas las calles de su colonia tocando las puertas con cara de cachorro triste y preguntando si no había caído ahí su pelota, les regalaba galletas rellenas de pasta de dientes a niños más pequeños, llenaba de aceite usado las agarraderas de las puertas de las casas, cazaba sapos pequeños y los aventaba dentro de los coches que dejaban con las ventanillas abajo, molía las pastillas más amargas que encontraba y les decía a sus compañeros que era sal, que si no querían un poco… Y sigue la lista.
De todas estas travesuras se libró del castigo, con mayor o menor éxito. Ponía su cara de cachorro triste y le ablandaba el corazón a su madre. Su padre lo miraba con desconfianza, pero el cinismo de David era tal, que hasta su padre se lo creía y comenzaba a mentar madres de las profesoras que a cada rato le mandaban llamar porque su hijo ya había hecho tal cosa o roto tal otra. “Como si uno no tuviera otra cosa mejor que hacer que ir a escuchar a pinches viejas cacatúas decirle a uno que su hijo está malcriado”, gruñía Miguel cuando llegaba cansado del taller después de haberse quemado los dedos por un radiador mal soldado de una caribe, y Martita ya estaba sirviéndole sopa de fideos (dos veces por semana) y tacos dorados de pollo (cinco veces al mes), esperando que el hambre de Miguel fuera mucha y no se diera cuenta que estaban comiendo eso otra vez y prometiéndose que la semana que entra aprendería otra receta. “Y tú —continuaba Miguel después de haberse sambutido dos tacos llenos de crema y media sopa de fideos— no quiero que seas un hijo de la chingada y andes haciendo travesuras (sic), no quiero que seas ningún cabrón, ¿o eso te enseñamos en esta casa, a portarte mal?” Ya cuando escuchaba estas palabras, el niño demonio sabía que ya no había bronca y solo tendría que esperar un rato para encontrarle alguna utilidad a los cerillos que se había robado de la casa de alguno de sus compañeros.
Esa fue otra bronca: al crecer, ya no le entusiasmaba manchar con maquillaje de su mamá la playera del niño de adelante durante la ceremonia a la bandera de los lunes, ni pintar “se vende” con pinturas Vinci en los medallones de los coches, así como tampoco atarle las patas a los gatos con cinta adhesiva y medio sepultarlos en los montones de arena de las obras negras. Eso ya había pasado para él. La ventaja es que con la edad y la experiencia, el mundo tenía miles de cosas nuevas que mostrarle, que él podía usar y darles una utilidad extra a la que fueron concebidos.
Comenzó a entender las posibilidades intrínsecas que traía consigo la velocidad. Experimentó el fenómeno de la conductividad eléctrica en células caninas. Entró en los terrenos del placer sádico. Empezó a ver poco a poco el comportamiento de una potencial víctima que hasta ahora había gozado de su total desprecio: las niñas. Ciertas herramientas que su papá tenía en casa, pasaron a ser sus herramientas de trabajo. La relatividad del tiempo fue comprendida muy a su manera: se dio cuenta que una persona con el coche lleno de agua con cal se enojaba más en las mañanas rumbo al trabajo, que en la tarde al ir a la tienda, o en la noche. La vegetación es muy frágil, y más con aquel líquido con el que su padre rellena la batería del carro. Pero lo peor y también su perdición fue ser seducido por la bella dama que la noche resalta su belleza: el fuego. De no haberse sus padres dado cuenta a tiempo, seguro habría fabricado napalm casero, pequeñas minas de contacto para los coches y proyectiles dirigidos con cachos de manguera.
Sucedió un día de escuela, común y corriente. Exceptuando que David traía en la mochila varios implementos flamables suficientes para calentar una olla de pozole con seis kilos de maíz y una cabeza de puerco. En el recreo, se buscó un lugar alejado de algún adulto que lo pudiera ver, a quien gorrearle una coca fría sin que fuera muy obvio y un chivo expiatorio (por aquello de las dudas). Para hacerlo partícipe y poder echarle la culpa en caso de que fallara el experimento, le hizo un lavado de coco y al rato ya estaba el chivo rogando por incendiar algo. Intentaron hacer un explosivo para que cimbrara toda la escuela, pero como no había pólvora, era el primer paso a dar. Descabezaron cientos de cerillos y los hicieron una masa rojiza al mezclarlos con un poco de gasolina y aguarrás. Envolvieron la masa en papel periódico y lo echaron al cilindro de cartón del papel de baño. Rellenaron todo el cilindro con papel de baño húmedo en gasolina y sellaron los extremos con cinta adhesiva y pastas de libreta. Usaron de mecha el pabilo de una vela untado en la mezcla de cerillo y gasolina y procedieron a la honorable ceremonia de encendido. Pocas palabras y mucha acción fue la consigna y encendieron la mecha, listos para darse a la fuga y esperar la explosión. La teoría era buena, pero la práctica redujo el tiempo de espera a décimas de segundo; y la explosión, a solo un fogonazo. Se quemaron las manos de David y media playera del pobre incauto que tuvo la poca fortuna de atravesarse en su camino aquel día.
Miguel recibió la llamada cuando estaba afinando el motor de una combi y salió disparado dejando al chalán con el filtro de aire en las manos y tres litros de aceite escurriendo en un como plato hondo. Martita aún tuvo tiempo de quitarse los tubos, el delantal y medio desayuno que aún tenía en los dientes; se pintó un poco y todavía se cambió el vestido. Salió corriendo a la escuela y llegó dieciséis minutos antes que Miguel. David estaba más apesumbrado por la falla del experimento que por sus manos quemadas y envueltas en metros de vendas asépticas. Y mucho menos le importaba aquel niño que aún estaba espantado y llorando a mares porque creyó que iba a morir. Tenía la esperanza de recuperarse pronto y engraparle la mochila al pupitre.
Miguel y Martita escucharon pacientemente la versión de la maestra, que era una versión maquillada de la versión del chiquillo llorón. Escucharon las opiniones de la directora, de la enfermera (que realmente era una maestra temporal con medio semestre de medicina) y de la mamá del niño llorón. En casa escucharon la versión de David, que era una versión fría y científica de la versión del llorón, y tomaron medidas.
En primer lugar, se redujeron las horas de andar jugando en la calle, los privilegios dentro de la casa, los implementos potencialmente peligrosos y el flujo monetario de los domingos. Al contrario, aumentaron las tareas hogareñas, las horas de hacer tarea, las de ver televisión, las de arreglar la habitación y las de ir con la tía Lola (que realmente no era su tía, si no que era una cuarentona gorda que a veces les iba a vender abarrotes baratos que su marido y otros compañeros cargadores se robaban de una bodega en la Central de Abastos). Tal vez el último fue el peor de los castigos, porque la tía Lola lo abrazaba y lo comprimía entre sus senos asfixiantes, y lo llenaba de besos mojados que le cubrían la mitad de la cara.
En segundo, como ya era tarde y de todos modos le iban a descontar el día, Miguel decidió no regresar a la Volkswagen. Pero viendo que el día pintaba bien (salió temprano de la chamba, el niño estaba introspectivo, tal vez por el dolor, y Martita no estaba en fachas, se veía bien), se sintió a todo dar y no quiso arruinarlo con sopa de fideos y algún guiso que sabría a cartón y parche para bicicleta. Los invitó a los tacos y accedieron de buena gana. Comieron hasta hartarse, regresaron tranquilos a casa y se echaron a ver tele un rato. Miguel mandó a David por una caguama y el niño tuvo que hacer milagros y muchas muecas para dar el dinero y guardar el cambio, además de transportar el envase y traerlo lleno. Miguel y Martita platicaron un rato de trivialidades, le dieron otra pastilla a David para el dolor y lo dejaron viendo la tele. Se fueron a su cuarto a las nueve y cogieron largo rato y con una energía poco común. No habían hecho el amor así en semanas. Cuando escucharon a David en su cuarto llorar por el dolor, recordaron por qué: las paredes eran muy delgadas. Esa noche era luna llena y semanas después se enterarían que serían padres otra vez.
El dolor poco a poco fue amainando, pero los castigos se quedaban. Aunque la verdad no importaba mucho, en ese momento. Con las manos quemadas, no había mucho que pudiera hacer. Estaban todas vendadas, dolían si las movía mucho y tenía que correr más despacio por miedo a caerse o a golpearse en alguna barda. Tardaba horas en terminar de comer, ya que no pedía ayuda y curiosamente sus padres tampoco se la habían ofrecido. Ir al baño se convirtió una tortura. ¿Para qué salía si no podía hacer nada? Sus padres comenzaron a hacer la broma de que el dicho popular que dice que si no le amarraron las manos a uno de chiquito, estaba basado en David. Por supuesto, era gracioso.
Fue la calma que precede a la tormenta. ¿O es al revés, la tormenta precede a la calma? No importa, porque de todos modos, y continuando con la analogía a los fenómenos meteorológicos, bien se podría decir que estaban en el ojo del huracán. Aún faltaba la adolescencia de David, esa época de rebeldía, de barros en la cara, de rechazo a todo lo que signifique autoridad, de olores fuertes y agrios, de ropa extraña y sin lavar, de odio por todo lo que le rodea, de hormonas saturando el cuerpo como agujas en muñeco vudú, de pelo en la cara y en las rodillas, de música estruendosa y de mil cosas más. Pero David casi no pasó por todas esas molestias. Y si lo hizo, no recuerda pues se conformó con meter la nariz en un bote de resistol 5000, empapar el hígado con alcohol etílico y perder la virginidad por cincuenta nuevos pesos.
Miguel sigue trabajando en el taller de la Volkswagen. Espera que llegue el fin de año, para ver si con el aguinaldo puede abrir un tallercito propio allá en Satélite, cerca de su casa. Sigue sin aprender a laminar.
Martita ya casi ni extraña esa vida de sobrados lujos y sábanas de seda en la que vivía antes de conocer a Miguel. Hace tiempo que olvidó las clases de saxofón. Hace sopa de fideos una vez a la semana y está embarazada otra vez.

28 de Octubre de 1999 – 19 de Febrero de 2006.
Colima, Col.

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"El sexo sin amor es una experiencia vacía. Pero como experiencia vacía es una de las mejores."

Allan Stewart Konigsberg (Woody Allen)