domingo, 28 de diciembre de 2008

Caminando



¿Dónde estamos ahora?, preguntó Ramiro a nadie en especial. Yo creí que tú sabías, que por eso nos estabas guiando, contestó Cristina. No… yo solo estaba caminando y como nadie dijo nada, pues seguí caminando.
—¿O sea que estamos perdidos?
—No. Sólo que no sabemos dónde estamos.
—¡Es lo mismo! —gritó Cristina. —Si no sabes dónde estamos, entonces estamos perdidos. Es sencillo.
—Tan sencillo como dar media vuelta y volver sobre nuestros pasos hasta el punto de partida.
¬—¿Y regresar después de haber caminado quien sabe cuantos millones de días? ¡Estás loco!
—No seas exagerada. Solo fue un par de días. Tal vez más.
¬—¿Un par de días? Estás loco si crees que voy a regresar y caminar varios meses para terminar donde empezamos.
¬—¿Entonces qué quieres hacer? ¿Seguir caminando como desesperada hasta que te encuentres algo que te indique dónde estás? Eso si lo encuentras.
—¿Por qué no? Siempre adelante. Es posible que en un par de horas encontramos una señal.
—Claro. También es posible que jamás encontremos esa señal. Si regresamos es seguro que llegaremos donde estábamos. Un poco lejos, pero llegaremos.
—¡Arriésgate, pinche Ramiro! Me encabrona que siempre estés con tus indecisiones porque no ves un lugar seguro donde pisar. Creo que a veces deberías dejarte llevar un poco más. No seas tan acartonado.
—Sí, claro. Sigamos caminando y en una semana estaremos muertos. No nos queda mucho agua, comida comienza a escasear… No te ves muy entera, como que comienza a afectarte el sol.
—Solo un poco… —admite Cristina con incomodidad y odiando darle la razón a Ramiro. —Pero es por eso que debemos seguir adelante… Sería un desperdicio si ahora regresamos.
—¿Pero que no ves que te estás dañando? Tu solita te estás lastimando. ¡Al rato solo serás piel y hueso!
—¬Si quieres regresar, adelante. Yo ya te he dicho que seguiré y no importa si lo logro o muero en el intento. Nada más déjame agua y un par de cigarros.
—No entiendes, ¿verdad? Debería dejarte a tu suerte para que vieras a qué me refiero. Sentir así de cerquita la muerte.
—Pues ándale. Vete. Bien sabes que no te necesito. Lo haré contigo o sin ti.
—Sí, no hay más remedio. Me voy a pesar de que siempre has significado par… —y cortando las palabras de Ramiro un golpe de viento atravesó entre ellos, mandándolos al suelo y cegándolos por la fina arena que levantaba en torbellinos. El vendaval sonoro no les permitía llegar los gritos del otro, y la cortina de arena amarilla no los dejaba ver a más de 30 centímetros.
Ciegos y sordos tuvieron que buscarse desesperadamente al ras del piso. La fuerza y el ruido del viento eran tales que en un descuido podían arrastrarlos varios cientos de metros. La arena golpeaba como agujas de cristal en los brazos, en la cara, en las piernas…
Cristina sintió de pronto una garra que apresaba con ansiedad su mano, y ella con un impulso sobrehumano la jaló, al tiempo que saltaba sobre eso. Antes de que el viento los separara, Ramiro y Cristina se abrazaron fuertemente sintiendo un enorme alivio. Inmediatamente el viento cesó y la arena se depositó nuevamente. Despacio, ambos abrieron los ojos.
—Creí que te perdía —dijo Ramiro con un hilito de voz.
—Sí… yo también —¬dijo ella aún más bajo. Se levantaron despacio y se sacudieron la arena de las ropas. Callados, se vieron de reojo.
—Entonces… ¿te vas a regresar? —preguntó Cristina dudosa.
—Este… yo creo que sí. ¿Y tú? Se está haciendo tarde. Tal vez…
¬—¿Por qué no acampamos aquí y mañana temprano te regresas? —propone Cristina.
—Sí… sirve que esta noche conseguimos más agua para que no te vaya a faltar —medita Ramiro en voz alta.
—Entonces deja armo la casa de campaña.
—No, no. Yo la armo. Guarda fuerzas —propone Ramiro y se toman de las manos al tomar al mismo tiempo la casa de campaña. Se quedan viendo y ambos ríen abiertamente.
—Regresar no es tan mala idea… —¬dice ella.
—Tomar el riesgo puede ser bueno… —dice él. Se miran tiernamente dejando que las palabras hablen por ellos. Se dan un beso profundo. Muy profundo.
Después entran a la casa dispuestos a cenar un poco y hacer el amor toda la noche. Los demás entran tras ellos.



Colima, Col.
12 de Abril de 2004.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Ya hoy es otro día



Ya hoy es otro día. Un día en el que ya no estás. Un día en el que la rutina se ha vuelto una parte importante del sentir cotidiano, algo así como una redundancia. Un redundir muy extraño. Del que pocas veces te escapas y viajas a miles de minutos atrás, miles de kilómetros atrás, pero que sientes que nunca te has movido. Del que te desplazas a grandes velocidades y a grandes velocidades regresas sin cesar. Un desdoblamiento, por así decirlo.
Que cada día te vuelves menos, que cada día sabes menos, a pesar de tus retuércanos que sientes, y que le das a cada momento pisado. Una vida que te gustaría otra, pero que nunca es lo suficiente ajena como para que puedas decir que has descansado. Una vida que corre paralela a ti, a tus hombros, que ves como tu misma caminas a tu lado, como fumas de tu cigarro, como estiras tu misma otra mano para tomar la otra perilla y abres la otra misma puerta. La única pequeña diferencia es que tu misma otra tu es la que está feliz, la que sonríe al tomar, al caminar, al decir. No eres más que un mal reflejo de ti misma.


15 de Enero-28 de Abril de 2006
México, D.F.

domingo, 14 de diciembre de 2008

Agonía



Y la estepa murió. Y yo quedé volando en un espacio intermedio, tan lejos del suelo que no supe dónde quedaron mis pies. No supe adónde viajo mi cerebro. No tengo idea de qué le pasó a mis infiernos. Mis difíciles infiernos.
Ni siquiera mis pieles sufren de la agonía. No estoy completo sin tus artificios. Y no lo estaré jamás sin tus dudas absorbidas por el incierto temor del que eres presa. ¿Cómo lograrlo? ¿Cómo hacerlo funcionar? Ya está más dañado que esta pobre confabulación de malignos espíritus, más muerto que la conífera húmeda y corrompida por las manos calludas del famélico demonio, más putrefacta que ninguna de las hermosas veredas por las cuales viajo de forma conspicua y apabullante.
Ya no hay salvación posible. Que he muerto y reposo en mi aposento oscuro y coagulado, donde las paredes me devoran y los pisos me presionan. Ciegas serpientes arden mis entrañas, pequeños buitres rascan mis recuerdos, concisos lamentos llenan mi cerebro. Me desintegro en etapas y me conformo en moléculas volátiles, contráctiles, perfectas, amorfa.



2 de Septiembre de 2000.
México, D.F.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

2K


—Este planeta se está llendo al carajo.
—¿Se está yendo al carajo? ¿Por qué? —se extrañó Carlos ante el comentario tan incongruente a mitad del túnel que unía Universidad con Copilco.
—¿Cómo por qué? Todo en un principio estaba muy bien, hasta que apareció el hombre. Y hasta eso, el hombre comenzó muy bien, pero después fue degradando en lo que es ahora. Los grandes filósofos chinos, los griegos y sus conocimientos básicos, que después seguirían rigiendo al mundo, el año cero, la gran Roma, sus conflictos, la Edad Media, epidemias, la Edad Media, fe ciega en la religión, más Edad Media, imprenta, los grandes viajeros, los grandes descubrimientos, las terribles luchas de colonización y colonialismo, 13 de agosto de 1521, el renacimiento, los grandes pintores, los grandes pensadores, Leonardo de Vinci, piratas, expansiones territoriales, guerras civiles, retos geográficos, guerras de independencia, la ciencia comienza a abrir los ojos tras el oscurantismo, más guerras civiles y de independencia, socialismo, capitalismo, monarquías, desarrollo tecnológico, revolución industrial, TNT, disputas por fronteras, fábricas en serie, máquinas de vapor, fabricación de automóviles en altas cantidades, explosión demográfica, guerra mundial, avance en las comunicaciones, aviones, barcos, cables, bulbos, avance tecnológico a gran escala, dirigibles, Hindenburg, sobrepoblación, otra guerra mundial, inicio de la era atómica, guerra fría, contaminación, lucha por el poderío económico y tecnológico, transistores, el Che entra a La Habana, hombres en el espacio, satélites, huellas terrestres sobre la superficie de nuestro astro hermano, The Beatles, Coca Cola, revueltas estudiantiles, México 68, rock ‘n’ roll, Cassius Clay, Black Power, Vietnam, luchas por religión, por territorio, por dinero, drogas al por mayor, psicodelia, LSD, peace and love, marihuana, kilómetros y kilómetros de carreteras, contracultura, envenenas tu cuerpo con sustancias legales, destrucción de bosques y selvas para aumentar la mancha urbana, microcircuitos, inversión térmica, pop, energía atómica, condones, dinero de plástico, Comunidad de Estados Independientes, Biosfera II, síndrome de inmunodeficiencia adquirida, concepción in vitro, el sexo puede matar, la era del sílice, computación, código binario, Internet, vida virtual, jitomates en el espacio, niños con armas automáticas, vacas locas, armas bacteriológicas, bases espaciales, diez líneas del metro, euros, clonación… ¿Te parece suficiente o quieres que siga con la lista?
—No, ya entendí. Pero eso se sabe desde antes de que tú nacieras. ¿Por qué te preocupas hasta ahora?
—Porque sólo falta la gota que derrame el vaso, el reloj ya está a punto de juntar sus manecillas, el último grano de arena caerá. Te queda menos de un año para hacer tu testamento, que obviamente, nadie heredará. 2000, MM, 2K, two thousand… como le quieras llamar.
—¿Tú también eres de esos alarmistas que creen que el mundo se va a acabar el año dos mil? Yo creí que eras más centrado, más realista, más creativo. No sé, me decepcionas —mencionó Carlos al ver los letreros en el andén que decían División del Norte. Ellos aún no bajaban del metro y varias personas a su alrededor los miraban de soslayo. Jamás le ponía atención a su amigo cuando viajaban en metro. Solía divagar mentalmente, con la vista fija en algún anuncio de escuela técnica, o en las palancas de emergencia. Hubo una vez en que, excitadísimo, descubrió un medidor que medía la presión del cilindro de freno, y cada vez que se acercaban a una estación, observaba como el medidor subía, y al frenar por completo, bajaba. Carlos tuvo que soportar a su amigo varios días con aquella visión del metro.
—No es alarmismo. Esto es real. Dime que falta por hacer. Algo por lo que el mundo deba esperar. ¿Eh? Nada. Ya no hay nada que descubrir, nada por inventar, nada que destruir. Ya todo está hecho. Ya sobramos aquí, y como llegamos, desapareceremos. Terminaremos destruyéndonos con nuestras propias manos. Un germen indestructible, una fisión incontrolable, una tala a escala mundial, CFC’s y aerosoles, desperdicios radioactivos, un loco con el dedo en el botón, escasez de alimentos, venenos enlatados, violencia ínter, intra y extrarracial, periodismo amarillista, Pentium…
—Hey, aquí bajamos, ¿no? —y Carlos agradece que ya llegaron a la estación en la que deben bajar. Nadan contra corriente en una marea humana y después sólo se dejan llevar por la suave ola humana que los guiará a la salida.Carlos entrecierra los ojos al salir a la superficie y dar de lleno con el sol de la tarde.
—Ya ves, pasamos más tiempo bajo tierra que comiendo. Lombrices naranjas corriendo bajo nuestros pies, llevando en su vientre miles de personas en una estúpida procesión: de su casa al trabajo, y viceversa. Repetido infinidad de veces. Dime, ¿realmente crees que no se va acabar el mundo en el año dos mil, en el año que entra? 23:59 horas del 31 de Diciembre de 1999.
—¿Quieres un cigarro? —pregunta Carlos a su amigo, para ver si con algo entre los labios puede mantenerlos cerrados un poco más de tiempo, y dejarlo de molestar en ese día que casi no hay gente en las calles y poca contaminación en la ciudad.


Febrero de 1999.
México, D.F.

domingo, 30 de noviembre de 2008

Perhaps a noise...



"Un beso legal nunca vale tanto como un beso robado."
Henry Réne Guy de Maupassant

sábado, 22 de noviembre de 2008

Vos en la carretera



Solemos viajar a distancias constantes, en tiempos relativos. Kilómetros de carretera, negro asfalto que llena mi pensamiento, que invade mis sentimientos.
Devorando distancias de líneas continuas, de números progresivos y flechas en curva.
Con tus incógnitas miradas, tan negras como el asfalto que pisamos, descifrándome en pedazos. Fumándome entre estertores ambiguos y tan llenos de dolor y olvido.
Atravesamos la idea verde que cubre tus parajes, que cubre tus ideas, que cubre de infamia tu rebelde osadía.
Y canciones que recuerdan los momentos prohibidos de antaño. Y se tornan canciones prohibidas por ende.
La caída sigue y sigue. Jamás a tocar fondo. La vida en caída libre. Con mis gritos llenando esta inmensa soledad. Rebozando mi negra soledad.
Y aunque cada vez falta menos para tocar el fondo que no habrá de llegar, aún me siento perdido en esta galaxia de manos fatuas y dioses tangibles.
Y bosques perdidos entre marañas de recuerdos y polvo de memorias destrozadas por tus irreprochables manos. Por tus inconcebibles manos que mancillan mi cara, destruyen mis brazos, perforan mi pecho.

10 de Abril de 2002.
Carretera 130 Federal. Tulancingo - Huachinango - Poza Rica -Tuxpan.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Veneno


¡Cuál sería su sorpresa al descubrir que, ni su pericia adquirida a través de 12 largos años en esos lugares pantanosos, ni sus botas de cuero grueso “garantizadas” contra cualquier colmillo de víbora, ni siquiera ese gran salto que pegó cuando se dio cuenta que había transgredido notoriamente el territorio de una de esas “rayadas calientes”, lo salvarían de su primer, terrible y súbita mordedura de víbora en medio del pantano “Azcatl”!
¿Cómo sucedió eso? Todo normal cuando paseaba por ahí. Caminando lentamente, moviendo primero toda clase de ramas para cerciorarse de que no hubiera víboras escondidas, los ojos bien abiertos. Después, un movimiento rápido: volteó y al instante vio la víbora abriendo las quijadas amenazadoramente, demasiado tarde para quedarse quieto y retiró velozmente el pié, dando un salto. Claro que había sido demasiado tarde, y los colmillos de la víbora de metro y medio se habían clavado en el tobillo de las botas, perforándolas y penetrando en la piel del pié.

Con el corazón a mil por hora trató de reacomodar la situación a su favor: había sido mordido por una víbora que, sino se equivocaba estaba entre las diez más venenosas de la localidad (45 minutos antes de las convulsiones, una hora antes de la muerte total. No era un pronóstico alentador), su jeep estaba a unos dos kilómetros de donde se encontraba (media hora de camino en el estado en que estaba), en el cual se encontraba un inhibidor de veneno (efectivo en un 75 por ciento de los casos, retardaba los efectos ponzoñosos hasta en media hora), 50 kilómetros desde el jeep hasta el lugar más cercano donde podían atenderlo (35, 40 minutos a 80 kilómetros por hora en un camino realmente malo.). Los cálculos y probabilidades estaban más o menos parejos, pero mientras no subiera su presión drásticamente y llegara el veneno más pronto al cerebro, mientras no tardara más de media hora arrastrándose entre la selva pantanosa mas bien tupida, mientras el inhibidor de veneno fuera efectivo en su caso y retardara por lo menos de 20 a 25 minutos, mientras el jeep subiera los 80 por hora, y mientras se apurara por que ya habían pasado tres minutos y el tiempo no iba a tener compasión de él…
Se imagino en un rally, o un acertijo contra tiempo. “¿Sería esto trampa?”, pensó mientras apretaba fuertemente las agujetas de sus botas “garantizadas” a modo de torniquete rápido. “Tendré que ir a reclamar a la tienda de que estas botas no impiden el paso de los colmillos de víbora… si salgo con vida”.
Comenzó a caminar cojeando un poco. Su velocidad era buena, de hecho, a esa velocidad podría alcanzar el jeep antes de los veinte minutos. Caminaba mientras veía lo mismo que había visto cuando llegó: El tronco gruesísimo de aquel árbol, la bolsa de papitas que algún turistilla había tirado por ahí, la planta rara media azulosa de la izquierda, el zapato de cuero negro sin tacón…
Comenzó a actuar el veneno en el pié. Primero era una especie de adormecimiento, luego evolucionó a una molestia local, después ya no tenía control del pie y al final comenzaba a dolerle. Una punzada potente, cada vez más fuerte. El veneno había entrado a torrente sanguíneo y comenzaba a afectarle el sistema nervioso. Comenzó a desesperarse. Aún le faltaba la mitad del camino y ya llevaba 10 minutos. A ese nuevo paso tendría que recuperar un poco de astucia que había perdido en la paranoia del veneno.
El adormecimiento avanzaba a la rodilla y el dolor crecía en intensidad. Se arrancó la playera y la hizo jirones. Se puso un torniquete –o algo parecido a un torniquete- un poco arriba de la rodilla. Con todo el dolor de su pie siguió avanzando, sus tropiezos eran cada vez más frecuentes y dolorosos. 15 minutos. Aún no había avanzado 500 metros cuando volvió a tropezar, pero esta vez fue definitivo. Su pie, ya sin control, se atoró en una raíz salida y al caer, creyó que se lo había roto al oir un débil crac. Lanzó un grito de dolor e impotencia.
Observó su pie con lágrimas en los ojos. Estaba doblado en extraña forma, por cierto no muy normal. Se lo había roto. “Bueno, por lo menos el dolor del veneno es mayor que el dolor de la fractura”, pensó lastimeramente. Entonces, requería más astucia. Tenía un miembro menos, llevaba 17 minutos y aún faltaba como tres cuartos de kilómetro. Tenía que pensar en algo rápido.
Recordó sus juegos de niño. ¿Eran las carretillas? Quien sabe, pero se puso a caminar con brazos y pies, de espalda al piso, con las manos por delante y con el tobillo roto doblado, para no irlo arrastrando. Se imaginó que la sangre comenzaría a correr más rápido, por el esfuerzo que implicaba el caminar así. El dolor comenzaba a desvanecerce del tobillo. Quizá ya se estaba entumiendo. Pero ahora el dolor había caminado a casi abajo de la rodilla. Metió la mano en sin fín de charcos y espinose inumerable veces. “Ya mero llego, ya mero llego”. Trataba de darse ánimos, pero estaba casi convencido de que no lo lograría. 24 minutos.
Por su posición no podía ver a dónde iba, y mucho menos podía esperar que su cabeza chocara contra la salpicadera del jeep. Suspiró aliviado. Estaba un poco mareado, y el dolor había emigrado al muslo. Rápidamente se paró, buscó en su maletín, sacó una ampolleta, y una jeringa. Vació el contenido de la ampolleta en la jeringa, se subió la manga, buscó la vena y se inyectó todo el líquido, prácticamente de un jalón. Se le formó una pequeña bola en el brazo, esperó un poco con el alma en un hilo, a que el antídoto se dispersara por todo el cuerpo, y a ver si haría efecto…
Pues el dolor había comenzado a ceder, se había calmado un poco, pero seguía lentamente escalando en su cuerpo. Oquei, aproximádamente tenía treinta minutos más de vida.
“¡Puta madre!”, gritó con todos sus pulmones. Las llaves, seguramente se le habían caído de la bolsa cuando caminaba con las manos en reversa. Buscó de nuevo, vació sus bolsillos a un lado del jeep y no encontró nada. Se calmó y trató de pensar fríamente. No podía regresar a buscarlas. Entonces encenderlo directo… ¿pero cómo? Habría que… ¡Pero que estúpido! Tenía llaves de repuesto por si las perdia, se las robaban o cualquier percance. Estaban sujetas al chasis con cinta aislante. Las arrancó y saltó al asiento, como alguien con un pie roto podría hacerlo. Ahora venía la parte interesante.
Desconectó la doble tracción: necesitaba velocidad y no potencia. Y tenía que aprender a manejar un estándar de tres pedales con un solo pie, en menos de seis segundos. Sobre la marcha. Encendió el vehículo, empujó su pie izquierdo a un lugar donde casi no estorbara y presionó el embrague con el derecho, mientras metía primera. Pero al soltar el pedal para empezar a acelerar, el jeep brincó para adelante y se apagó. No importa, ni había tiempo que perder. Repitió la operación y al querer acelerar, el carro brincaba y se apagaba. Bueno, esa no era la solución. Había que pensar en algo rápido. Ya iban seis minutos. No había bajadita como para arrancarlo en segunda y no podía empujarlo en esas condiciones.


“Vamos inventando algo”, se dijo con una sonrisa en la boca. Metió la la primera, puso el pie en el acelerador y se preparó a punto de darle la ignición al auto. “Solo espero que la marcha del jeep no sea tan chiquita”. Le dió la vuelta a la llave y el carro arrancó. Pero con primera puesta, el carro brincó hacia adelante y cayó, brincó de nuevo y cayó, brincó una vez más y fue entonces cuando hundió el pedal del acelerador. El chorro de gasolina en el carburador lo hizo reaccionar y el motor rugió, al momento de derraparse las llantas y salir disparado hacia adelante. Rápidamente soltó la llave y tomó el volante, metió segunda y rió a carcajadas. El viento que se sentía sobre el parabrisas, y el hecho de que había podido arrancar el auto, lo relajó lo suficiente como para olvidarse un segundo de su precaria sutuación. Botó la tercera, metió el clutch y también cuarta. Aceleró a fondo. Adelante se encontraba la parte mala del camino. Y apenas iba a setenta.
Forzó el motor y al entrar en la terracería, había alcanzado los ochenta y cinco. El carro brincó de un lado para otro bruscamente. Rebotaba en exceso y había veces en que parecía que había perdido el control del auto. Siguió avanzando, pero en un reojo, vio que la aguja marcaba apenas arriba de sesenta. Tanto brinco y rebote no le daban la velocidad requerida. Además, todo ese nerviosismo y stress, le habían aumentado la presión, y el dolor, aún leve, comenzaba a invadirle la pelvis, con cierto cosquilleo en el área abdominal. El reloj ya marcaba quince minutos y si había recorrido diez kilómetros a ese momento, era mucho.
Entre desesperación y tensión, sólo alcanzaba a pensar “Le voy a chingar toda la suspensión, y apenas le había cambiado amortiguadores la quincena pasada”. El velocímetro apenas por arriba de los sesenta por hora.
“Otro truco, a ver si funciona”, pensó y cargó un poco el jeep hacia su izquierda. Las llantas del lado izquierdo se subieron a la maleza que crecía a la orilla del camino y comenzaron a lanzar al aire miles de hojitas y bolitas con espinas. La estabilidad del todoterreno mejoró solo un poco. Las otras llantas aún rebotaban y brincaban en los charcos y baches. Probó acelerar un poco más y subió a setenta, poco antes de que comenzara a rebotar demasiado y la vibración lo sacase del camino. Tenía los brazos tensos y rígidos, no podía perder concentración en el camino y mucho menos el control del volante. Veintitres minutos y cruzaron la marca de los veinte kilómetros. Respiró aliviado. No quiso sacar cuentas de cuánto tiempo le iba a faltar.
El dolor ya había subido a la boca el estómago, y el cosquilleo estaba un su pecho. “Nomás falta que tenga el tiempo suficiente, pero que esta madre me provoque un paro cardiaco. O respiratorio.” Esperó un momento y no pasó nada. El dolor seguía, el cosquilleo también. No, no sentía nada anormal. De hecho, extrañamente nada. Observó sus pies, uno doblado extrañamente y el otro presionando el pedal del acelerador. La vista al frente, setenta por hora, veinticinco minutos, sus pies…
Tenía la duda rebotando en su cabeza. Y no se iba a quedar a gusto si no la despejaba. Como no quería dejar de acelerar, tuvo que hacer un sacrificio. Se hizo a la idea de que iba a arrojar su pie contra el pedal del clutch. Y le iba a doler bastante. Lo pensó y repasó, mientras seguía acelerando, las manos al volante y viendo la terracería. “Bueno, sin agua va. Unadostres…”
No pasó nada. No sintió dolor. Entonces era el veneno, que actuaba de anestésico. Pero no quedó conforme con la prueba. No lo había visto porque no podía despejar los ojos del camino. Tomó una decisión precipitada. Soltó el acelerador… Solo que tampoco sucedió nada. El jeep seguía avanzando a setenta por hora, y su pie seguía sobre el acelerador. Aterrado, comprendió todo de golpe. El veneno ya estaba atacando el sistema nervioso y le había inmovilizado de la cintura para abajo. El dolor ya estaba en el pecho y el cosquilleo entraba en sus brazos y hombros. Treinta y dos minutos y la marca de los treinta kilómetros. “Más adelante está la carretera”, pensó aliviado. Y efectivamente, allá se veía la cinta asfáltica. No había tiempo que perder. A los treinta y tres minutos tocó el asfalto, pero casi a sesenta por hora. El giro del volante fue brusco, las llantas chillaron horriblemente y el vehículo se sacudió por unos segundos, antes de tomar bien su carril.
Tenía ganas de vomitar. No había podido frenar porque sus piernas no le respondieron. Con una mano se empujó la pierna derecha y aceleró al máximo. Retomó el volante y se dio cuenta de que también sus manos comenzaban a sufrir el mismo efecto. Sus movimientos comenzaban a ser lentos, casi sin fuerza. Pensó una vez más. Sólo que ahora dependía del auto, ya que la carretera estaba desierta y aún faltaban quince kilómetros para llegar a la ciudad más próxima. Bueno, quizá a noventa y cinco por hora llegaba en menos de diez minutos. La ventaja es que la carretera no tenía curvas cerradas, si no my estilizadas y abiertas. No tenía la necesidad de bajar la velocidad. Aún cuando el todoterreno se inclinara estremecedoramente.
Los brazos se hacían más lentos, y con menos fuerza. El cosquilleo había alcanzado la punta de los dedos y comenzaba a subir por el cuello. El dolor avanzaba a los hombros. El manejar se volvía más difícil, tenía que tomar ambos carriles para dar las vueltas. Pero aún así, la carretera permanecía desierta. Hasta sus pensamientos se volvieron un poco lentos. Como que se adormecía.
Un claxonazo lo sacó de sus cavilaciones, y volteó para todos lados. Nada. Un destello en el retrovisor lo hizo mirar por el espejo. Un automovilista en un carro deportivo, rojo y descapotable le gritaba de cosas. Al parecer enfadado por la poca consideración que tenía al manejar. “Pendejo, manejo así porque me mordió una serpiente”, pensó mientras el convertible se deshacía en bocinazos y mentadas de madre. En una recta, en la que más o menos tomó un solo carril, lo rebasó, haciendo rugir los ocho cilindros de su deportivo y mostrando el dedo medio de la mano derecha. Solo hasta entonces se le ocurrió que el automovilista pudo haberle ayudado. Y el pretérito es correcto, porque el auto se perdía a lo lejos.
Las manos ya no le respondían, los ojos se le cerraban y el dolor ya había alcanzado la cabeza, pero ya era mínima la molestia. Su mente viajaba lentamente, pero por otros mares que no eran los de asfalto. Comenzó a pensar en incoherencias y estupideces. Comenzó a observar el paisaje, manejando el jeep a noventa por hora. Comenzó a cerrar más tiempo los ojos. Se le embotó la cabeza, se olvidó del hecho de que fuera manejando. Los brazos resbalaron del volante y cayeron en el asiento. Las llantas anchas del jeep comenzaron a devorar las líneas continuas de la división de carriles. El motor forzado a noventa por hora. La carretera desierta. Los ojos cada vez más cerrados. Una curva suave lo deja correr por la mitad de la carretera. Solitario. Pero él no se da cuenta de eso, sus ojos se han cerrado ya.



1997-2002
Colima, Col. - Cd. de México.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Una pequeña historia



Fue cuando estaba parado en alguna calle del centro. Ahí sucedió. Curiosamente esa calle estaba a oscuras. Iba caminando tranquilamente, estaba a punto de encender un cigarro. Me detuve a encenderlo y justo cuando la llama tocó el papel del cigarrillo, vi como se tornaba negro. Como se consumía. Y después, el humo. Cubrió mi cara y la alcé para evitar que ese humo me entrara en los ojos. Entonces sucedió.
Pude observar todas las estrellas. Todas y cada una de ellas. Y viendo el infinito, la totalidad del universo, esa grandeza… Me quedé ahí parado, como un loco, en esa banqueta, con gente pasando, con los autos echándome las altas. Estaba yo extasiado con la vista al cielo, sin parpadear, viendo las estrellas como hablaban, como platicaban sus historias. Y encontré algo que no andaba buscando. Ahí estaba, frente a mis ojos. Algo que quise en muchos años y jamás lo encontré. Y cuando menos lo espero, cuando no estaba pensando en eso, ahí aparece. Sonreí.
Sonreí hasta llenarme la boca. Miré mi cigarro y ya se había consumido. Tiré la colilla y comencé a caminar. Crucé una calle, dos calles, varias calles, varias avenidas. Caminé años y seguía sonriendo. Sonreía con mi soledad.

2 de Junio de 2002
Colima, Col.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Vientos de ciudad


—Vientos negros, viene el cambio —murmuró un viejo sucio y ebrio que estaba acostado sobre unos cartones señalando el cielo. Ricardo volteó al cielo por inercia. Las nubes le confirmaron la afirmación del anciano. Montones de nubes obscuras viajaban por la bóveda celeste a gran velocidad. Demasiado rápido. Estando parado sobre la banqueta de la avenida, de pronto sintió que era la tierra la que giraba muy rápido y que las nubes estaban estáticas. La sensación y su imaginación fueron tan reales que hasta se mareó. Trastabillando y bajando la vista pudo reaccionar. Volteó de nuevo al cielo y observó la carrera de nubes negras. Le dio unas monedas al viejo.
—Cómprese algo de comer —y siguió su camino.

La gabardina estaba abrochada hasta un poco arriba de las rodillas pero sentía que el aire se le colaba hasta la espalda. Caminaba despacio, entrecerrando los ojos para evitar que el volátil polvo se le metiera a los ojos y a la boca. Periódicos y bolsas de plástico rotas se cruzaban con él a gran velocidad, que a veces lo golpeaban sólo para seguirse de largo y perderse a sus espaldas. El viento, al que Ricardo caminada en contra, era el que arrojaba la basura por la calle. Carros viajaban por la avenida, ajenos al vendaval. Las pocas personas que transitaban esas aceras, lo hacían tratando de ponerse a cubierto de la lluvia de polvo y basura. Sólo Ricardo caminaba impasible, pensando que el clima estaba como él lo sentía. Gris. No quiso recordar lo de la noche anterior, pero ya estaba ahí, en su mente. Y el sentimiento de tristeza, desesperanza, impotencia... dando paso a la ira. Pateó con rabia una señal de tránsito, ésta vibró unos segundos y luego se calló, como burlándose de él. Ricardo enfureció más y procedió a patearla con ahínco. "Hasta la destrucción", pensó. Se encontraba en el proceso, cuando un destello de luz lo congeló. Impávido, escuchó inmediatamente una terrible explosión que cimbró la acera. Olvidando la señal de tránsito, miró al cielo. Múltiples rayos azules viajaban de nube a nube, violentas descargas eléctricas se preparaban para... otro destello y el suelo tembló una vez más.

Una gigantesca gota le bañó la frente. Fue entonces cuando decidió regresar a su casa. Sus pasos rápidos se confundían con el creciente golpeteo de la lluvia sobre el concreto. Decidió correr, sus tenis de lona no aguantarían mucho tiempo secos con aquellas enormes gotas de lluvia; y su segundo y último par de tenis estaban en casa de un amigo. Y corrió. Se sintió estúpido corriendo bajo la lluvia, con gabardina negra y tenis de tela. Corrió, saltando los charcos que ya empezaban a formarse sobre las calles. Charcos sucios, negros, poco profundos. Sonrió enigmáticamente, estaba describiendo su vida. Pero justo caía en un gran charco, mojando todos sus tenis, cuando recordó que no había nadie esperándolo en su casa. ¿Y el perro? Melvin era de ella, se lo había llevado consigo.

Maldijo su maldita suerte. Y parado sobre una pequeña inundación en la calle decidió ya no correr. Y caminó. Ya sus tenis escurrían agua sucia y su pelo mojaba su espalda. De pronto recordó al anciano ebrio. Lo quiso buscar, caminó un poco y encontró los cartones húmedos. Avanzó otro poco y lo encontró sentado en el poco espacio que dejaba un portón de madera bajo un pequeño techo. Lo miró largamente mientras el viejo, hecho un ovillo, tiritaba. El viejo pareció darse cuenta de que lo miraban después de un rato.
—El cambio de los vientos negros viene. El cambio es bueno —dijo el viejo. Ricardo no se fijó en ese bigote mal cuidado, ni en esas encías huérfanas de dientes. Fueron los ojos del viejo lo que le llamó la atención. Ojos sabios, ojos vivos. Pensó en el cruel destino. Ese hombre pudo haber sido empresario, taxista, accionista, obrero, doctor, pero un giro de la vida lo mandó a dormir a las banquetas. También pudo ser un vividor delincuente y tener lo que merecía. Alzó los hombros y emprendió su camino deteniéndose casi al instante.
Sacó un billete de su cartera y lo puso en el bolsillo de la gabardina. Se quitó la gabardina y la tendió al viejo. Él lo vio inexpresivamente, después la tomó con un tinte de sonrisa. Comenzó a balbucir algo mientras se cubría con la gabardina de las gruesas gotas de lluvia.
-¿Qué? —preguntó Ricardo que no lo alcanzó a escuchar. Nada, el viejo se había quedado dormido. Ricardo continuó con su camino bajo la lluvia. El resto de su ropa, que la lluvia no había tocado, se mojó al instante y sintió frío. Metió sus manos en los bolsillos del pantalón.
—El cambio es bueno —repitió al comenzar a tiritar. Inmediatamente arrojó ese pensamiento al bote de basura mental y eludió un charco que se ponía en su camino.



7-11 de Mayo de 1998.
Colima, Col.

domingo, 26 de octubre de 2008

Perhaps a noise...




"Por una mirada, un mundo;
por una sonrisa, un cielo;
por un beso... yo no sé
qué te diera por un beso."


Gustavo Adolfo Bécquer

domingo, 19 de octubre de 2008

Guitarras



Dijo que no lo volvería a hacer y ahí estaba de nuevo. Sobre el tarimado, de espaldas al público y tocando la guitarra como si estuviera solo en todo el mundo. Ya no pudo seguir el ritmo de los demás, se concentró en las cuerdas de su guitarra, en el movimiento de sus dedos, cerró los ojos y esperó. Esperó largamente.
“No manches, carnal. ¡Otra vez! ¡Media hora! No podemos seguir así. Solo porque pudimos callarnos sin que se notara. Y porque eres bueno, eso no lo discuto. Pero no, Edgar. Ya no.”
Esas fueron las palabras que esperaba desde hace seis semanas, que se dio el primer altercado; pero las mismas que jamás hubiera querido escuchar. Alejandro lo miró esperando la respuesta.
“Disculpa, Alex. No lo volveré a hacer. No volverá a pasar. Te lo juro.”
“Lo juraste hace un mes, lo juraste hace una semana, lo juraste el miércoles, lo juraste ayer. Ya no jures nada… El martes nos pagan, si quieres te das una vuelta por la casa para darte tu parte.”
Y sin más que agregar, el vocal, el baterista, el sax, el bajo y el teclado se dieron media vuelta y enfilaron a la camioneta Ford 79 que compraron con sus dieciséis primeras presentaciones. Él se quedó solo en la calle.
Fue al Café Gazzama y se sentó en una mesa cerca de la esquina, acomodó su guitarra en la otra silla y esperó al mesero.
–Un café.
Sorbió poco a poco su café, no quería quemarse la lengua como hace ocho días. Encendió un kamel y volteó para buscar al mesero y pedir un cenicero. Una muchachita de unos diecisiete, con uniforme del café le llevó un cenicero de herrería, un poco oxidado. Supuso que tal vez así era el cenicero para combinar con la arquitectura vieja del lugar. Le dejó el cenicero en la mesa y antes de irse le sonrió. Edgar no le tomó importancia al hecho, solía suceder cuando cargaba la Fender.
Hizo que el café le rindiera lo que el cigarro, o viceversa, y le pidió la cuenta a la muchacha.
–Te propongo algo. Si tocas algo para mí, cualquier cosa, el café corre a cuenta de la casa.
Edgar la vio un momento directo a los ojos. Ahora su sonrisa le pareció más sincera.
–Mi propuesta es la siguiente: me dejas pagar la cuenta y te espero a la hora que termine tu turno para que me escuches tocar sin problemas.
La chica dudó un poco, pero aceptó. Y cinco minutos después ya estaba a lado del guitarrista.
“¿Tan pronto?” “Mi padre entenderá.”
Y juntos, salieron del lugar y echaron a caminar por la calle, a las 10:47 de la noche. No hablaban, solo caminaban con la vista al piso. Pasaron por un parque.
–Ven –susurró Edgar a la chica del café.
La chica se sentó en una banca y él, de pie, comenzó a tocar una melodía lenta, parsimoniosa, melancólica. El ritmo cambiaba lentamente a uno triste y doloroso, evolucionando después a uno lleno de angustia y preocupación. Los ojos cerrados y los dedos concentrados llamaron la atención de la chica, que aunque era tarde, el sueño aún no la vencía. Casi una hora después y cuando el ritmo de la guitarra era ya solitario y nostálgico, ella se durmió.
Un haz de luz potente la despertó, mas no abrió los ojos y trató de huir de la luz. Una voz metálica e indescifrable gritó algo. ¿Una patrulla? El guitarrista habló largo rato con ellos, sacando credenciales y señalando la guitarra miles de veces.
“Nos tenemos que ir”, dijo.

Edgar bajó del destartalado camión y preguntó al señor bigotón con sombrero raído donde estaban.
El hombre lo miró como el gato mira la lechuga y farfulló un nombre. Pensó un momento y se decidió. Subió de nuevo al camión solo para bajar su mochila casi vacía y su guitarra. Volteó a ambos lados de la terminal de autobuses y echó a caminar como si alguien lo estuviera esperando afuera de la terminal.
Caminaba por una avenida desconocida. Árboles frondosos y verdes en el camellón. Arbustos pequeños en las aceras. Carros a altas velocidades. Camiones urbanos con anuncios de colores estridentes en toda su estructura. Y ahí los taxis eran de otro color. Bueno, ese era un lugar tan bueno como cualquier otro para comenzar lo que dejó pendiente. ¿Pero qué había dejado pendiente? Con apenas doscientos pesos en la cartera decidió parar un taxi y comenzar la búsqueda.
El taxista lo llevó a la zona barroca de la ciudad, o lo que los lugareños conocían como la “Ciudad Vieja”. No estaba demasiado lejos del centro de la ciudad, pero estaba por la parte de atrás, es decir, al lado contrario de los comercios y la zona turística. Era tranquilo, lento y húmedo. Los árboles eran viejos, las casonas de piedra y se podía escuchar a algunas avecillas trinar. Le recordaba a la colonia San Isidro en sus ciudad. Prácticamente idéntica.
Después de disfrutarla un poco, entró a un café que parecía tener bastante afluencia.

–No, chavo. Un chico viene a tocar por las tardes los fines de semana. Ahorita no ha llegado, no sé por qué. Pero entre semana esto está muerto. No te puedo pagar, no me salen las cuentas.
–Bueno, le propongo algo: Si su chico no llega, yo toco en su café de a gratis. Pero si a los clientes le gusta lo que yo toco y el ambiente se anima, Usted me contrata. ¿Le parece? –propone Edgar. El dueño el café lo piensa un poco. Después de pensar cómo despedir al otro mono si se da el caso de que éste chavo sea mejor que el otro, le dice:
–Sale, pues. date una vuelta en media hora, si no ha llegado el otro chavo, la silla es toda tuya por hoy.

Probó suerte en otros cafés de por ahí, en caso de que no se quedara en el primer café, pero en todos recibía una respuesta similar. La media hora se cumplió y regresó al primer café. desde afuera observó el café a través de un ventanal. El dueño servía un café express y sacaba un pay de fresa del refrigerador. Un mesero llevaba varios platos a la mesa de la esquina y la silla del chavo que tocaba la guitarra estaba vacía. Entró como si fuera dueño del lugar, se dirigió directamente a la sillita, se sentó y con una seña, le dijo al dueño que le encendiera el micrófono. El dueño lo miró irónico por un momento, pero al ver la mirada fija del chavo en su guitarra, sonrió y encendió el micro.
–Buenas tardes, estimables clientes. Espero estén disfrutando…

Ese día en el café estaba particularmente solitario, y decidió que no tocaría. Terminó lo que quedaba en la taza de café de un sorbo y se levantó. Esto está muerto, le dijo con voz baja al dueño del lugar mientras caminaba a la salida en forma de excusa por no tocar. Ya afuera, echó a caminar con paso lento. Cargaba la guitarra con la mano derecha, y en la izquierda portaba un Alita sin filtro. En la esquina lo arrojó al asfalto y subió al Torres-Cristo, que lo dejaba a dos cuadras del cuartito que estaba rentando.
Giró la llave y empujó la puerta con el pie. La puerta se destrabó e hizo un ruidero de lámina golpeada. Del cuartito de alado se escuchó un shhhhh prolongado. Edgar hizo una mueca y azotó la puerta una vez que hubo entrado. El shhhh fue apagado por el grosor de las paredes. Dejó la guitarra en una esquina del cuartito y se arrojó al camastro, el cual venía incluido con los 150 pesos de renta. Recordó que no tenía nada para cenar, entonces se levantó, abrió la puerta y cerró con gran estruendo. El shhhh no se hizo esperar.

Sacó los doce pesos que ganó de tocar en el Torres-Cristo y pagó el litro de leche, los Alitas, las dos teleras y aún le alcanzó para el chicle motita de uva. Tomó sus cosas y salió pensando que ya faltaba menos para el jueves, día de paga en el café. La noche ya había caido y el alumbrado público comenzaba a encenderse. Su caminar era lento y rítmico. Alzó un momento la vista, sólo para ver que algunas chicas con ropas cortas y demasiado maquillaje salían de sus casas contentas y riendo entre ellas.
–Hola, guapo. ¿Quieres divertirte un rato? Un varo por ser del rumbo –le dijo una mujer que pasaba los treinta y cinco. Edgar sólo la miro sin dejar de caminar.
–Este… no, ahora no. No tengo dinero. Todavía no me pagan.
–Aquí estamos, papacito. Cuando quieras.

Mientras cerraba la puerta con el pie vio la hora en su reloj. Shhhhh. Encendió el foco de 75, dejó las cosas junto al camastro y sacó de su mochila una libreta francesa. Maltrecha. La abrió en la siguiente hoja en blanco, sacó un bolígrafo negro y tomo su guitarra. Dio unos acordes básicos antes de sacar la leche, las teleras y los Alitas. Sivió leche en una lata de cerveza Corona vacía, cortó un cacho de una telera y volvió a tomar la guitarra. Dio acordes inventados y tocó rolas conocidas hasta las doce y treintaiseis.
El ruido de los coches afuera no lo dejaba concentrar. Dejó la guitarra a un lado, y salió a respirar aire fresco.
–Claro, aire fresco es un decir –pensaba Edgar mientras abría la puerta y miraba la escena. Vivía a una casa de la esquina, y en la encrucijada de las dos calles estaba repleto de automovilistas, motociclistas, peatones y teporochos tratando de regatearle a las chicas de ropas cortas, aunque fueran veinte pesos.
–No, mi macho. Ya te dije que no. Si quieres que te haga eso te va a costar –escuchó que una mujer muy morena le decía a un hombre mayor que viajaba en un Renault morado. Las voces, el ruido de motores, los taconazos en la banqueta y las risas femeninas se fundían para dar lugar a esa particular mezcla de la que era cotidiano ver en esa colonia.
Encendió un Alitas con cerillos. Se estaban acabando y ya no había dinero. Se recargó en el marco de la puerta y procedió a fumar. Sonrió, parecía padrote viendo la fábrica de dinero.
–¿Te sientes padrote o qué? –oyó una voz a sus espaldas. Volteó y observó azorado a la muchacha que le decía eso. Zapatillas de tacón rojas, medias negras, liguero, una minifalda negra tan corta que cualquiera podría decir el color de los calzones sin temor a equivocarse y una blusa rosa con barbitas, las cuales cubrían más que la propia blusa. Maquillaje al extremo y uñas pintadas de un amarillo brillante.
–Este… no, sólo me estoy fumando un cigarro.
–Más te vale. No queremos que nadie venga a padrotearnos. Nosotras podemos solitas, además todos los hombres son igual de pendejos.
–En eso estoy de acuerdo –mencionó Edgar, pero con cautela. Ella lo observó despacio.
–Regálame un cigarro.
–Sabes, serás muy brava y yo seré igual de pendejo que todos los hombres, pero si quieres talonearme un cigarro, tendrás que pedirlo, no exigirlo –replicó Edgar. Ella respingó y ahora lo observó con mayor detenimiento, sin dejar de levantar la ceja izquierda. Después, sonrió.
–Jajaja, me saliste más cabrón que bonito. Y eso que no eres feo. Va pues: ¿me regalarías un cigarro, por favor?
–Claro que sí, guapa.
–Momento, momento. El que te pida un cigarro con educación, no significa que te estoy dando la libertad de tutearme, piropearme o acostarte conmigo. Para eso voy a la esquina y hasta me pagan por eso. Cuatro cincuenta por acostón. Y eso que ya me devalué.
–Sí, disculpa. Creo que estaba agarrando demasiada confianza. ¿Quieres el cigarro?
–Claro. Y por mí puedes agarrarte lo que quieras, mientras no me agarres a mí y te vayas sin pagar.
–Ya vez. Ahora me estás albureando.
–Jajaja, las pescas al vuelo. Soy Laura, pero todos me conocen por… Samanthaaaaaa.
–¿Tu nombre de batalla?
–Exacto. ¿Qué, no te animas? Mira, no estoy tan mal. Y me sé unos trucos que te van a gustar… mmhhhh, vas a gritar y a pedir más. Garantizado.
–Jejeje, no, gracias. No es por que no quiera. Me disculparás, estás muy buena/
–¡Claro!
–…pero el impedimento es el varo. Precisamente en estos Alitas se me fueron los últimos tres pesos que tenía.
–¿Neta? N´hombre, sí estás jodido. Sale, pues. Yo me voy a ganar el salario con el sudor de mi frente… bueno, no precisamente mi frente, pero mi sudor me cuesta de todos modos –y se fue con una carcajada a la esquina. Escuchó a las otras chicas chiflarle, y uno que otro “mamacita” con voz masculina. La vio alejarse, casi de inmediato un tipo la abordó, pactaron precio rápidamente y se metieron a un cuartucho cercano a la esquina. Se apagó la luz. Edgar arrojó la colilla y se metió a su cuarto. Cerró la puerta, se escuchó un shhhhh y se apagó la luz del foco de 75 watts.

–Mira, chavo. No tocaste tres días. ¿Así quieres que te pague?
–Pero eran días en que no había nadie. Aquí estuve el fin de semana. Y no me diga que no estuve todo el día… bueno, desde las cuatro. Desde las cuatro hasta las dos, que cerró el sábado.
–Pues sí, pero también te echabas tus descansos de media hora… y lo que te tragaste.
–Fueron tres descansos. Hora y media en… en diez horas de trabajo. Y lo que me tragué… ya habíamos acordado eso, Don Rodrigo. ¿O ya se está echando para atrás?
–…
–Dígame, me va a pagar o no. Así de fácil.
–Tá bueno, muchacho. Pero por cada día que me faltes la próxima semana, te voy a descontar cincuenta varos. ¿Estamos?
–Estamos.

–¿Quién?
–Soy Laura. Quiero un cigarro –grita desde afuera. Edgar hace una mueca y miente.
–Ya no tengo –la carcajada del exterior brota al instante.
–No seas pendejo. Ábreme –Edgar deja la guitarra sobre el camastro y abre la puerta. El shhhhh y el golpe de luz llegan al mismo tiempo. Laura entra como remolino. Cuando Edgar se da cuenta, ella ya está acostada sobre el camastro, tocando las cuerdas de la guitarra y observando el cuaderno forma francesa. Se ve… diferente. Ahora viste unos yins ajustados, una playera blanca, un poco trasparente, y porta mucho menos maquillaje en el rostro que el otro día. Se ve bien, juzga Edgar.
–¿A poco tocas la lira? ¿O nomás le rascas la panza al gato?
–La toco, no muy bien pero ahí la llevo.
–¿Qué crees? –dice Laura, sin dejar a que termine de hablar Edgar. –Dicen que eres puto, puñal, mariposon, marica, jamaicón, volteado, bateas par/
–Sí, sí, ya entendí.
–…por no querer acostarte conmigo el otro día. Yo les dije que no quisiste por que no tenías varo, ¿edá? Y pues entre todas me eligieron para darte la bienvenida. Así que, aquí estoy.
–No entiendo. ¿Qué bienvenida?
–¡Uta! nomás eso me faltaba. ¿Entonces sí eres maricón? Haberlo dicho ant/
–No soy maricón. Pero no entiendo de lo que hablas.
–¡Ah, vaya! Pues mira, como eres nuevo en el barrio, tienes el “privilegio” de acostarte con una de nosotras hasta que te canses, o hasta que sean las doce, lo que suceda primero. Pero nosotras decidimos a quien te coges. Bueno, las demás me eligieron a mí. Por aquello de que nos vieron platicando la otra noche.
–¿En serio? ¿Eso acostumbran aquí? ¿Y por qué hasta las doce?
–¡Es en serio! Y tanto como acostumbrarlo, pues no. Jejeje, hasta las doce por que es la hora en que empieza la chamba. Pero si no quieres coger, por mí no hay problema. Total, no entra en el kilometraje y me mantengo como la menos peor –explica Laura y comienza a levantarse de la cama.
–No, bueno, no es que no quiera. De hecho ya me aburrí de coger yo solo. Pero, ¿así de frío y maquinal?
–¿Quieres que te traiga flores y te cante serenata para que cojas conmigo? ¿Chocolates? –ironiza Laura mientras se quita la blusa y arroja los tenis a los pies de Edgar. No hay brasier y Edgar cree distinguir unas cicatrices de brasa de cigarro en sus brazos. –Quita tu mugrero, que no vamos a caber en la cama con la guitarra a un lado. ¿Qué? ¿Coges vestido? Me han tocado clientes locos, pero tú…
–N-no, ya voy –tartamudea y pierde más tiempo viendo como Laura se despoja de su pantalón sin el menor pudor, que zafándose los tenis. Laura termina de desnudarse, arroja sus calzones a la cara de Edgar, suelta una carcajada y se mete al camastro. Edgar trata de no evidenciar su erección al quitarse el pantalón, pero la sonrisa pícara y burlona de Laura lo desinhibe. Se desnuda y salta a la cama, pensando: “Caray, está bien buena”. Laura ríe, se acomoda y antes de abrir las piernas le dice:
–Quítate los calcetines.

–Es niña. A ver si no sale igual de puta que su madre.
–¿Y el padre?
–Es un pendejo. Ni siquiera es El Pendejo, es un pendejo cualquiera. Pendejo y mediocre. Hasta para coger era pendejo. Se montaba, se venía a los seis minutos, se daba la vuelta y se quedaba dormido. Ya hasta me da vergüenza decir que es el padre de mi hija.
–¿Y dónde está? ¿No te ayuda con la niña? –pregunta Edgar y Laura suelta la carcajada, junto con todo el humo. Tose y vuelve a fumar.
–Ahora sí que me hiciste reir. En primera, lo mandé a la chingada. Su pendejez me fastidió. ¿Ayudarme? Era tan pendejo que no podía mantener un empleo por más de tres días.
–Y si era tan pendejo, ¿por qué estabas con él?
–¡Ah, bueno! Estaba bien papacito, y tenía unas nalgas… ¡Así! –hace una expresión con las manos antes de soltar otra carcajada. Apaga la colilla en el suelo. –¿Qué? ¿Ya te cansaste?
–Mmmhhh, creo que no. Pero me gusta platicar. ¿A qué edad la tuviste?
–A los diecisiete. Joven y pendeja, veía la vida color de rosa.
–¿A los diecisiete? ¿Pos cuantos tienes? Dices que todavía no camina…
–Dieciocho. Bueno, realmente la tuve a los dieciseis y realmente tengo diecisiete. Pero tuve que falsificar mi acta por si me agarra la tira y me quiere quitar mi permiso de piruja.
–Y dices que “veías la vida de color rosa”. Todavía estás joven y… pendeja.
–Pos no creas, ¿eh? Todas esas cosas que te pasan, te cambian. Hacen que veas todo desde una perspectiva diferente. Como que te hacen madurar.
–Ha de ser dificil criar un hijo tan joven.
–Ni tanto, se acostumbra uno. Ya son las ocho y media. ¿Nos echamos otro?
–Este… pos bueno.

El ruido del exterior no lo dejaba dormir, pero tampoco quería salir a fumarse un cigarro. Decidió fumarlo acostado en la cama y utilizar una lata de refresco como cenicero. Los gritos femeninos desde afuera le taladraban los oídos, y el ruido de los motores embotaban su cerebro. Cerca de las cuatro, y con 11 cigarros menos, le ganó el sueño.
Despertó, pero con una mujer desnuda abrazándolo. Eran las once y media.
–Oye, Laura. ¿Qué haces aquí? Despierta.
–¿Mmh?
–¿Que qué haces en mi cama? Ayer que me dormí no estabas aquí. ¿Cómo entraste?
–Tú me abriste. Déjame dormir un rato –murmuró somnolienta. Edgar trató de recordar si le había abierto la puerta. Tenía una vaga sensación, pero nada seguro. Trató de olvidarlo y se metió a bañar. El agua estaba helada y había una lata de cerveza detrás del inodoro. Vacía. Se vistió, tomó su libreta, su guitarra y salió del cuartito. El shhhh se escuchaba un tanto desvelado.

–¿Ahora si me vas a explicar?
–¿Mmmh? ¿Qué quieres que te explique, guapo? –bostezo.
–¿Cómo entraste a mi casa? ¿Por qué entraste? ¿A qué horas, y qué hace una chela en mi baño?
–Ya te dije que tú me abriste. Eran como las seis, bueno, exactamente no sé, pero aún no amanecía. La chela es mía, me tomé esa y otra… creo. Se me cayó cuando estaba haciendo pipí. Por cierto, dejé un seis en el depósito de la taza. Me sobraron y era para que no se calentaran.
–Bueno, está bien. Pero, ¿por qué mi casa, por qué no te fuiste a la tuya? No está muy lejos, sabes.
–Eso sí, pero es más rico despertar con alguien a lado, que solito.

Tomó sus cosas, las arrojó dentro de la mochila y encendió un cigarro. Fue al baño, y mientras meaba, revisó el depósito de la taza. No encontró las seis cervezas que Laura había dicho, pero encontró cuatro. Tomó una y la abrió. Bebió despacio más de la mitad del contenido de la lata. Fumó de su cigarro y se subió el cierre. Tomó su guitarra, se colgó la mochila en el hombro y salió a la fiesta de todas las noches sobre su calle. No cerró la puerta, sólo la emparejó y echó a caminar en dirección contraria a la fiesta de labial y billetes. Unos ojos castaños lo miraron alejarse desde una esquina, y esperaron un poco a que el muchacho volteara la vista para despedirse. Jamás supo si el muchacho volteó, la luz que iluminaba su espalda era muy escasa y pronto se perdió de vista.

Ya llevaba seis horas sentado en ese camión y apenas comenzaba a amanecer. ¿Cuál era el rumbo? La señorita que le vendió el boleto con cara de fuchi, le había dicho el nombre del lugar hacia donde se dirigía, pero lo había olvidado. El camión llegó a una ciudad a los diez minutos después el amanecer, y todos los pasajeros comenzaron a bajar. Edgar también bajó y antes de echar a andar, tocó el dinero que traía, sin meter la mano en el bolsillo.
–Como veintidos pesos –murmuró para sí mismo. Recordó como la vieja que le vendió el boleto se le quedó viendo cuando le preguntó que a dónde le alcanzaba con 180 pesos. No pudo evitar mostrarle todos los dientes estúpidamente, cuando le entregó el boleto. Viejos recuerdos, buenos recuerdos; pero ahora necesitaba mirar a delante. Preguntó a un chavo que vendía jugos y licuados en la central de camiones para donde quedaba el centro, y enfiló directamente.
Ya llevaba como veinte minutos caminando, cuando una chica, que llevaba la dirección contraria por la misma acera, lo vió con la guitarra en la mano. Sus labios rosas y brillantes se curvaron en una sonrisa. Edgar contestó la sonrisa, y cuando se cruzaron, aspiró el olor de su perfume. Se detuvo y volteó para preguntarle la hora, preguntarle su nombre y platicar un rato, pero sólo la vió alejarse. Se quedó unos segundos parado, viendola doblar la esquina, y siguió caminando rumbo al centro. Ya iban a ser las ocho.

22 de Septiembre 1999 – 26 de Septiembre de 2001.
Colima, Col. – México, D.F.

domingo, 12 de octubre de 2008

Soledad


Y al final del día te das cuenta de que te has quedado solo. Sabes que al final de cada día, de cada mes, todos los años te vas a quedar solo con tu soledad.
Nadie del otro lado de la mesa, bebiendo una taza de café que no está ahí, fumando un cigarrillo que no ha sido prendido, conversando tonterías que nadie ha dicho y mirando de frente el olvido.
¿Es esa tu historia, Fernando?

Las sábanas frías, pues no hay nadie a tu lado que te proporcione ese calor que te falta. No existe la voz que te diga que no te ves bien con esa corbata. Tampoco el vapor de agua caliente que inunde todo el baño por las mañanas, antes de que entres a bañarte. El cepillo no tiene cabellos largos enredados, y no se tapa el lavabo por lo mismo. No hay peleas por el papel tapiz. No hay papel tapiz.
¿Es esa tu historia, Fernando?

¿Qué sabes, Fernando, de estar solo; si has estado solo toda tu vida? ¿Cuándo has besado el cuello oculto por una caída de cabello de una mujer? ¿Cuándo fue la última vez que adivinaste lo que pensaba una chica con sólo ver el brillo de sus ojos? ¿Desde hace cuanto que tu ropa no huele a perfume femenino?
¿Es esa tu historia, Fernando?

Lo sabes, Fernando. Todo ese dinero que tienes en el banco, que tienes bajo el colchón, en el cajón de la cómoda, atrás del espejo; ¿de qué te sirve si no puedes comprar un ramo de rosas, un anillo de bisutería, un prendedor, un chocolate en forma de corazón? Podrías tapizar tu casa con billetes de diez pesos, si quisieras. Pero no lo harás, Fernando, porque la mirada solitaria de Zapata repetida un millón de veces en cada rincón de tu vida te lo reprocharía a cada instante. El caudillo fue solitario, lo sabrás por esos ojos tristes y acuosos. No lo soportarías.
Te podrías comprar diez carros, los que tu quisieras. Pero no lo harás, Fernando, porque en tus diez carros estarás solo; nadie estaría junto a ti, en el asiento a tu lado. Nadie escucharía las cintas que pusieras en tus carros, ya sean corridos, rancheras o rock pesado.
Te comprarías casas, pero sabes que las casas que compres, estarían solas.
¿Es esa tu historia, Fernando?

Tienes poder, Fernando. Dinero y poder, ¿qué te puede faltar?
Cuando chicos, jugábamos a ver que seríamos de grandes para tener dinero y poder. Eso era todo para ti desde entonces. ¿Lo es ahora?
Se cumplió tu sueño de la niñez: tienes dinero y poder. Tienes el poder.
En los altos círculos de la política y los negocios se te respeta, aún cuando no seas muy legal. La policía te tiene miedo, te hacen los mandados. Los pandilleros y delincuentes menores no te molestan, no quieren molestarte, no deben molestarte. Los delincuentes mayores trabajan para ti. Y otros poderosos saben que es mejor tenerte de amigo, que de enemigo.
No necesitas un arma, ni un guardaespaldas. Ese respeto te lo has ganado a pulso y sangre. Tus manos están tan manchadas y con sangre tan vieja, que ya no te molesta para empuñar un revolver o un bolígrafo.
¿Es esa tu historia, Fernando?

Hace tiempo que no te veía, Fernando. Desde la infancia. Te conocí cuando llorabas por todo: porque se te caía la paleta al suelo, porque tu mamá te regañaba, porque los demás niños te decían enano. Eras berrinchudo y enojón. No tuve noticias de ti hasta veintiseis años después.
¿Qué fue de esos niños que te decían enano? Te volviste rencoroso, vengativo, sangrefría. Los presionaste de tantas formas que decidieron dejar el lugar donde nacieron y mudarse a otro lugar, lejos de ti. ¿Por qué, Fernando?
Recuerdo a tu madre, tan cariñosa con todos los niños que fueran tus amigos. Ella ya falleció, y falleció en la misma casita descuidada y pobre, la misma que te vio nacer. Y murió ahí porque nunca aceptó la casa grande y con sirvientes que compraste para ella. Desde que se enteró de tu rol de vida, de tus nuevas amistades, tus nuevos lujos y tus nuevas actividades dejó de ser tu madre; o mejor dicho, dejaste de ser su hijo. Y ella así lo sostuvo hasta el día en que la encontraron muerta en su cama, en un sueño eterno. Tu borrachera duró seis días, la cruda sólo tres y regresaste a las andadas mucho más cabrón. ¿Por qué, Fernando?
¿Cómo eres ahora? Desconfiado hasta la médula. No quieres que nadie te toque, que nadie se te acerque, que nadie te mire fijamente. No pides, tomas. No esperas respuesta, lo das por hecho. No aceptas un no en ninguna de sus modalidades. Lo que quieres, lo quieres ya. Eres abusivo, déspota, cínico y aprovechado. Prepotente, grosero y oportunista. No te reconozco, Fernando.

Tienes el poder en un puño y estás solo, Fernando. Dime, ¿eso querías?
Las últimas mujeres en tu vida han sido las putas que recoges de algún burdel. Pero ellas también te tienen miedo. Les aterra tu comportamiento. Se quedan unos días contigo por tu dinero y luego huyen tan lejos como lejos quedó su virginidad.
Dime, Fernando, ¿es ése el poder que esperabas? ¿Cubre todas tus expectativas? ¿Eres el ser poderoso que en sueños te imaginabas?

Estás sólo, Fernando.
Al terminar el día, y el día siguiente, y el día que le sigue, estarás tan sólo como la víspera.
Estás sólo. Y lo sabes.

8 de Marzo del 2000.
México, D.F.

domingo, 5 de octubre de 2008

Espejo retrovisor


Y cuando menos pienso en ti, cuando evito recordarte, me doy cuenta de que estás cada vez más cerca. Estás casi a mi espalda. Estás casi leyendo sobre mi hombro estas líneas sobre ti. Y me doy cuenta. Siento esta respiración en mi oído, casi puedo escuchar lo que estas pensando.

Pero estoy solo. Casi no te escucho. Casi puedo jurar que estás a kilómetros de distancia. A miles de sucesos de donde me encuentro. Los objetos en el espejo retrovisor están más cerca de lo que aparentan.

Pero siempre será el espejo retrovisor. Cada vez que mire hacia atrás. Cada vez que tenga un camino por delante, una vuelta, una bifurcación. Y no quiero verte por el espejo, no quiero verte en el asiento de atrás. Ni mucho menos al lado del camino, con tu silueta haciéndose cada vez más pequeña, hasta volverse un punto difícil de distinguir en mi espejo.

Quiero verte a mi lado. No importa que no vea el camino, no importa que tenga que voltear para verte en el asiento de a lado, y deje de mirar la línea continua que descansa sobre el asfalto. Quiero respirar tu aroma, quiero que tu cabello descanse sobre el asiento, quiero que me digas, que me exijas que baje la velocidad, que me cuentes historias, que extiendas el mapa y me expliques que carretera tomar, que pongas esa música que te gusta y me hace soñar...

Y si no sigues mi camino, si no haces mis pasos, entonces camina los tuyos pero que los míos jamás interfieran con los tuyos, que no metan ruido, dejen a fuera la interferencia, y jamás levanten polvo. Que yo sabré que estás bien. 
Estoy seguro de ello.


Colima, Col.
2 de Junio de 2002.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Aeropuerto Internacional


Y sucedió que, de pronto, se encontraba en otro lado. Sucedió que no estaba donde debería de estar. Sucedió que perdió pie y ese momento, es todo el tiempo que tarda uno en caer cuando tropieza. Y así lo sentía ella.

Sucedió que aún no llegaba y ya quería regresar. Sucedió que ya no reconoció su alrededor. Sucedió que no entendía ni una palabra de las que viajaban torno a ella. Sucedió que la invadió un terrible miedo e incertidumbre. Sucedió que el miedo se debía a que sabía que no probaría aquellas comidas caseras en un buen tiempo, que no sentiría lo mullido de su cama por las noches, que sería un poco más difícil que girar la llave y manejar a su trabajo. Sucedió que la incertidumbre era por que aún no terminaba de llegar, y ya extrañaba la forma en que un regaderazo le quitaba por un rato el calor. Sucedió que aquella gente no tenía en común la calidez que tenía su gente, cuando un fuereño llegaba a su ciudad.
Sucedió que aquella no era su bandera, no era la que recuerda de todos los lunes de secundaria, que viajaba en manos del "orgullo" escolar. Sucedió que aquel himno, que no era el suyo, no lo recordaba en aquellos lunes, bajo el sol matinal, con la posición de firmes, y en la explanada con otros tantos compañeros. Sucedió que aquel escudo que portaba la bandera, tampoco era el suyo.
Sucedió que recordó cómo todos los años le pedían una tarea sobre los símbolos patrios, que bien habría hecho si hubiera copiado la misma tarea para todos los años.
Sucedió que recordó cuán sencilla era su bandera, y cuán monótono su himno, pero cuanta historia guardaban, y cuanto orgullo sentía por ellos.
Sucedió que se dio cuanta de que si alguien le preguntaba si era extranjera, ella, irremediable y orgullosamente levantaría la cara y con un tono de voz más alto que el normal, como para que todo aquel que pasara por ahí se enterara, diría su gentilicio y miraría fijamente a los ojos de su interlocutor, como lo hubiera hecho ante el director de su secundaria en aquellos lunes de explanada.

Sucedió que aquella lágrima que iniciaba su carrera, murió entre su mejilla y una manga larga. Sucedió que aquella lágrima jamás supo el por qué de su nacimiento y el por qué de su prematura muerte.
Sucedió que aquella lágrima rompió el encanto y de pronto, toda la sala se llenó de ruido, se llenó de movimiento, de luces, de gente, de olores, colores.
La gente pasaba corriendo y pateaba sus maletas. Gritos, luces, sonidos, caras. Se vio en media sala, sola. Por algo estaba ahí. Algo había que probar, y no solo probarse a sí misma. Alguien al otro lado del océano necesitaba ver que ella podría lograrlo. Tal vez ella misma, unas horas antes.
Y sabía que lo más difícil había pasado. Sabía que la mitad del camino estaba hecha desde que firmó aquel papel, pidiendo aquella beca. Sabía que el trago amargo fue cuando recibió la contestación afirmativa.
Y jamás se imaginó lo desconcertante que sería estar ahí, parada, sola.

Había que dar un primer paso. Eso era lo difícil, por que después es más fácil. Después del primero, solo es cuestión de mantener la velocidad, la dirección, el impulso. El problema era ese primer paso. Faltaba la chispa que incendiaría el polvorín.
Ya no podía dar pasos atrás, y no precisamente por su boleto de avión. Si no por ella, se lo reprocharía el resto de su vida, se lo pondría en la frente cada vez que se viera en el espejo, se lo recordaría al verse recorriendo la rutina de siempre, se lo preguntaría con sarcasmo al ver en la cara de la gente un aire de compasión, de lástima.
No, ella no lo soportaría. No ahora, no nunca. Una vez dado el primer paso, lo demás era por inercia.

Se dirigió a la casa de cambio del aeropuerto, sacó todo el papel moneda de su patria, con sus héroes nacionales, y pidió moneda nacional.
Del bolsillo de su pantalón sacó una moneda. Ahí estaba el escudo nacional, con el que tantas veces había pagado, jugado, echado volados.
Un último, ¿por qué no?

Águila, cambiaba esa moneda a legal currency.
Sol, no la cambiaba y viajaría con ella hasta que regresara a su patria.
Lanzó la moneda al aire y esperó a que ésta cayera, girando…



15/04/99-30/04/99 
México, D.F.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Perhaps a noise...

( https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/0/04/Wcfields36682u.jpg )


"Yo no bebo agua, los peces fornican en ella."

W. C. Fields
(William Claude Dukenfield) 

sábado, 13 de septiembre de 2008

El Diván



—Oquei, vamos a hacer esto rápido. Yo digo una palabra y tú dices otra inmediatamente, lo primero que te venga a la mente. ¿De acuerdo?
—No creo que funcione, pero vamos a intentarlo.
—Arte.
—No se crea ni se destruye, simplemente se transforma.
—Sólo un palabra, Rubén, por favor. Noche.
—Profundidad. Sin salida. Eterna.
—Muy bien, pero una palabra. Una nada más.
—Sí, lo siento, Doctor. Continúe.
—Magia.
—No es tangible, no existe. Diversos elementos que se conjugan y convergen en una circunstancia, creando una situación fortuita, diferente, espontánea, bella. Un momento.
—¿Me dices que es sólo un instante de tiempo?
—Entre un segundo y otro hay mucho espacio: décimas de segundo. Entre una décima y otra hay mucho espacio: centésimas de segundo. Y así sucesivamente, hasta que logre quedar entre dos ésimas de segundo sin espacio posible entre ellas: ahí se da la magia.
—Interesante, pero prosigamos. Agua.
—Elemento primario de la existencia del universo, piedra filosofal de millones de años de estudio y contemporanización (¿así se dice, Doctor?) de los seres humanos con su entorno total.
—Me dices que la magia es en una ínfima parte de tiempo, y que el agua es eterna. ¿Son opuestos?
—No, Doctor, no está poniendo atención a lo que le estoy diciendo.
—Disculpa, suelo hacerlo a solas, con la grabación de la consulta.
—Eso es demasiado impersonal, ¿no lo cree así? Está Ud. aquí en la consulta, pero realmente se encuentra divagando en sus carreteras interiores, la interestatal de lo efímero, ¿no es así?
—No soy yo el que busca un psiquiatra, Rubén. Por favor, vuelve a tu asiento para proseguir.
—¿Tiene Ud. miedo, Doctor? ¿O que fue eso que me pareció ver brillar en sus ojos?
—Estas pagando mucho dinero por una hora de consulta. ¿Quieres utilizarlo de esta forma?
—Está bien, prosiga. Pero no es el dinero lo que me detiene.
—Cachorro.
—Símbolo perfecto y universal de crecimiento, aprendizaje y magnificencia. Peludo.
—Una sola palabra, Rubén. Parásito.
—Complejidad necesaria para acortar caminos.
—¿No se contradice lo que acabas de mencionar? ¿Complejidad para facilitar?
—Yo no dije facilitar. ¿Qué tiene Ud. en la cabeza, Doctor? ¿Se ha analizado últimamente?
—Entre gitanos no se leen las manos. Una palabra, Rubén, catorce.
—Nada, ese número no me dice nada.
—¿Quince?
—¿Va a repetir toda la tabla numérica? Estoy pagando una cantidad considerable por mi hora de consulta. No quisiera perderla escuchando a Pitágoras en traje de Freud.
—Sí, disculpa. Nieve.
—El fenómeno de una ambivalencia, o trivalencia, que magnifica todos los sentidos y nulifica la apoptosis del alma en vista panorámica y de colores limitados.
—¿Te has dado cuenta que dijiste alma? ¿Por qué?
—Fue lo primero que se me vino a la mente. ¿Tiene algo de malo?
—Pareciera. Me has hablado durante el análisis de cosas tangibles, concretas o por lo menos concebibles. Pero me pones un dogma frente a la cara y hagas que simule que no lo ví. ¿O era eso lo que querías, tratar de probarme en cuanto a suspicacia?
—Me cachó, Doctor.
—Nada de jueguitos, Rubén. Esto no es un juego. Prosigamos: Ironía.
—Creyó que me la iba a tragar, ¿no es así?
—¿Perdón?
—Si quiere que no me ande con juegos, Ud. tampoco los empiece.
—Disculpa, no sé en qué estaba pensando... ¿Dijiste algo?
—¿Yo? No, nada.
—Mmmmh, Vehículo.
—Capacidad sustentable y medible de desarrollo ideológico, y hasta cierto punto moral. Jamás intelectual. ¿No sé si me he explicado?
—Perfectamente, Rubén. Hidrocarburo.
—No, esa está muy difícil. La que sigue.
—¿Muy difícil? Era sencilla, pero si insistes... Asesino.
—Tengo una teoría: existe una parte en nuestro cerebro que nos rige, aún sin la educación apropiada, de nuestras acciones, buenas y malas. En el crecimiento del feto, esta región crece sin control, o no crece, no se desarrolla. Cuando este sujeto es adulto, la región está putrefacta, está inservible y nada rige ese centro. Las personas a las que no les sucede esto son los asesinos.
—Bastante acertada, pero ¿por qué usaste el género masculino? ¿Tiene esto algo que ver con que tu padre te golpeaba de niño?
—Doctor, mi padre me golpeaba porque llegaba borracho y en el refri jamás había cervezas. Siempre me las tomaba yo cuando él salía a fornicar con putas de quince años, que se acostaban por un pedazo de pan o por un vestido sucio y mal cosido. Y si le destrocé el cráneo a patadas fue porque quería oír su cabeza crujir como la madera; no por esas mamadas de que le guardaba rencor, de que quería venganza por herir a mi madre con una botella rota de cerveza, o un súbito sentimiento de independencia y responsabilidad y desafío a la autoridad.
—Entonces ese punto no tiene nada que ver. Sin embargo, no me has respondido, ¿por qué usaste el género masculino?
—Por costumbre. Si Ud. tiene una hija y un hijo dice "mis hijos", no "mis hijas", ¿verdad?
—Comprendo. ¿Proseguimos? Catástrofe.
—Un estilo de vida, un filtro de grises para ver del otro lado del vaso.
—Una sola palabra, Rubén, por favor. Alegría.
—Carácter de alguien que sabe que alguien más daría la vida por él y que jamás tendrá o deberá pagar por el favor. Una actitud donde todo lo demás vale madre.
—Milagro.
—No mame, Doctor.
—Reencarnación.
—No existe.
—Sólo un palabra, Rubén. Electricidad.
—Cuando tu me miras... ¿No era esa una canción?
—Seriedad, Rubén, esto no es un juego.
—No se enoje, Doctor. Trato de hacerlo menos tedioso.
—Esa era la palabra que seguía. Tedio.
—Complicación de la creatividad teniendo un parto doble y sin anestesia. El padre es Necio y el futuro hijo ya tiene un medio hermano, Inspiración, una media hermana, Confrontación. El hijito se llamará Patricio y será gerente de una pizzería por Insurgentes. Morirá a los 62. La niña morirá al nacer, ella se iba a llamar Arte.
—En esa familia hay alguien de más, ¿no crees?
—Tal vez, pero uno nunca logra escoger a sus parientes. Si acaso coger a las parientas.
—Rubén, por favor.
—Sí, disculpe, Ud. Doctor. Prosiga, por favor.
—Marioneta.
—¡No, Doctor! Puras difíciles. Brínquese a las fáciles de una vez.
—Capicúa.
—Es un ave que suele viajar a diversas partes con sólo ver colores brillantes. Puede usted cazarla con un rifle de tonos grises. El Boeing 747 funciona muy bien. Pero es pesado, se lo advierto.
—Fragilidad.
—Son esas partes de las películas que uno no sabe por qué están ahí. Es como si cambiara asiento instantáneamente con alguien en un cine de Shangai y regresara a su asiento en dos segundos.
—Sí, lo he sentido. Amarillo.
—No le digo, puras difíciles. Déjeme ver, tengo que contestar esta. Debilidad de los aceros que sacan de las minas de Mazatlán. Tienen una temperatura extraña, los mineros dicen que es de mala suerte encontrar esos aceros en las minas. Siempre mueren, y en la superficie. Nadie debe morir en la superficie. Doctor, no muera Ud. en la superficie.
—Trataré, Rubén. Catarsis.
—Mi abuela tenía una cajita de madera casi negra. Ahí guardaba las cartas de todos sus amantes que había tenido. Ella fue puta, ¿sabía Ud? Una vez se fue oculta en la bodega de un barco bananero que iba de Venezuela a Italia. Los marineros la encontraron a medio Atlántico y casi la tiran por la borda, por eso de que las mujeres y el mar no se llevan. Ella prometió acostarse con todos las veces que quisieran pero que la dejaran en el puerto de Milán. Tuvo que bajarse en Dakar, Senegal, porque sentía que no iba a llegar viva a Milán si seguía abriendo las piernas para los 53 marineros de la tripulación, el capitán, su hijo, de sólo trece años y dos presos que iban a ser juzgados y ejecutados al llegar a Italia. Osea que en la cajita tenía, mínimo, 57 cartas. Pero la cajita no era exactamente una cajita. Más bien era un baúl, lleno hasta el tope de cartas. Y el forro interno del baúl se parece mucho a la catarsis.
—Vaya. No sabía eso de tu abuela.
—No se haga pendejo, Doctor. ¿Ud. cree que yo llegue a su consultorio por casualidad? ¿Por puro pinche azar? Tengo su nombre y dirección de su puño y letra en una carta que le mandó a mi abuela, donde decía que quería repetir esa experiencia que tuvieron en una playa de Sri Lanka en la nochebuena del 73. Por cierto, leí una carta, fechada 17 años antes por un caballero inglés, donde relata que lo que Ustedes hicieron en Sri Lanka, ellos lo habían hecho primero en un bosquecillo a las afueras de Oujda, ajenos a la revuelta de independencia marroquí.
—¿Haz terminado? Quisiera proseguir con el análisis, si no te molesta.
—Claro, Doctor. Jejeje, Ud. no me haga caso y siga examinándome.
—Complejidad.
—Ondas de agua que se forman al arrojar una roca al medio del lago. Pero en reversa.
—Fábula.
—Herida purulenta del cerebro que surge cuando los pensamientos son tan fuertes que tienen que romper el cráneo para que reboten por toda la bóveda celeste y lleguen a los oídos de los dioses que efervecen en la faz de todos los planetas. La herida se infecta y el individuo muere entre convulsiones y grotescos estertores de los pulmones. El amoratamiento de la cara es ocasional.
—Muy bien, pero sólo usa una palabra. Ballena.
—Es aquella incongruencia de elementos que rigen en momentos grotescos y decisivos de la vida ajena, nunca la propia.
—¿Puedes mencionar alguna incongruencia?
—Por ejemplo, la sal del mar. O las auroras boreales, aunque jamás he visto una. También los duraznos en primavera. O esas flores rosas que caen del cielo lentamente, girando. La música clásica. Son varias, sólo hay que poner un poco de atención en lo que vemos.
—¡Que bueno que sacas el tema de la música! Quería hacerte algunas preguntas de eso.
—¿Es Ud. estúpido o qué? Desde hace rato que estoy hablando de música y Ud. apenas se da cuenta. Pero pues bueno, ¿qué se podía esperar de un psiquiatra? Sus preguntas.
—¿Es la música un arte?
—¿Está Ud. loco?
—¿Crees que es una mala pregunta?
—¿Cree que le devolví la pregunta por eso?
—¿Acaso no lo fue?
—¿Debió haber sido así?
—¿Quieres dejar de jugar eso? No me contestes con otra pregunta.
—¿Mis preguntas no le dicen tanto como mis respuestas?
—¿Deben de hacerlo?
—¡Por supuesto! Sabe, creo yo soy en que debería estar detrás de ese escritorio, y Ud. acostado en el diván. Y olvidando todo esto, no me respondió la pregunta que le hice para que pudiera responder su pregunta. ¿Está Ud. loco?
—Claro que no... Aunque me acabas de decir que yo debería estar acostado en el diván.
—¿Se da cuenta? No todo es alfombra roja y fanfarrias. La siguiente.
—¿Tu crees que la guitarra sea un instrumento fuera de lugar en la música? Un instrumento profano, pecador, incrédulo y sucio. Tan tosco y simple.
—Se acaba de responder, exactamente después de que me preguntó. Tenga más cuidado.
—Claro, claro. Me gusta estar a la vanguardia, y por eso, aunque no sean mis tiempos, escucho música de jóvenes y para jóvenes. Moderna. Ahora, ¿Cómo sé si el grupo X es mejor que el grupo Y?
—¿Tienen nombre real estas dos letras?
—Por supuesto, pero no me gustaría que salieran en la grabación.
—Vaya, un psiquiatra con escrúpulos. Respecto a su pregunta, tiene que entender que en estos tiempos, sus tiempos ya pasaron. Esto es un crecimiento exponencial. Nada se detiene, todo avanza a una velocidad increíble y no se espera por nadie. ¿Quién se iba a imaginar que veinte años después de que Ud. se estuviera cogiendo una puta mundialmente famosa en las costas de Sri Lanka, se inventara un sistema de comunicación que fuera instantáneo, aparatos para matar tanta gente que no quedara un individuo sobre la Tierra, máquinas tan pequeñas que no pueden ser detectadas a simple vista? Evolucionar o morir. Ahora, no puede tener los mismos estándares que cuando tenía dieciocho años. Y como Ud. no va a recuperar esas escalas, ni el tiempo va ir hasta su cuna a sacarlos del cajón, dígame Ud. la respuesta. La tiene en la punta de la lengua y no la suelta. ¿Es el miedo de nuevo?
—Escucha, Rubén. No tengo miedo, y si crees que lo tengo, son puras proyecciones.
—Vaya, ahora soy yo el que tiene miedo. Y según Ud. Doctor, ¿a que le temo en estos momentos?
—Sería irresponsable de mi parte decírtelo. Se supone que tú tienes que saberlo y aceptarlo, de lo contrario no funciona la terapia.
—Como yo no soy doctor, me importa un bledo decirle de qué tiene Ud. miedo. Y voy a empezar: en primera, tiene miedo de un homicida–maniaco–depresivo. Se pregunta como es que siendo yo homicida no estoy en la cárcel, o en su defecto, siendo yo maniaco–depresivo no tengo camisa de fuerza. Tiene miedo de que yo en este momento salte sobre su escritorio llenando todos sus papeles de lodo, tome su pluma fuente de chapa de oro y se la clave tan dentro del cuello que pueda sentir como voy seccionandole la espina dorsal con el punto fino. Segundo, tiene Ud. miedo de fallar. Le teme al fracaso, y ese soy yo. Teme que si falla conmigo, le siga una racha de puros intentos fallidos, y seguirá en picada hasta terminar como una mancha amorfa de carne putrefacta al fondo del abismo. Quiere Ud. ayudarme, pero no sabe cómo. Le enseñaron muchas cosas en la escuela, pero jamás le dijeron que hacer con un tipo que se divierte en un auto a 170 kph, con dos chicas en la cajuela, tan mutiladas que el pedazo más grande cabría sin problemas por su anillo de bodas, y doscientos litros de gasolina en tanques de veinte en el asiento trasero. Tercero, su trabajo es un escape para Ud. ¿No es verdad? Pero tiene miedo de que una vez afuera, todo vuelva a ser igual. Saldrá al estacionamiento y su carro será el mismo, exactamente donde lo dejó. Viajará por las mismas avenidas para llegar a la misma casa, besará a la misma mujer, regañará al mismo hijo, con suerte comerá algo diferente. Verá el mismo programa de televisión, se irá a acostar a la misma hora, le hará el amor a su esposa de la misma forma mediocre y dormirá en la misma posición. Al día siguiente llegará al trabajo y será su escape de la realidad. Le dirá a su paciente que van a ser una nueva técnica de terapia, algo que se está probando apenas en Europa o alguna otra mamada por el estilo: cambiarán de sitio. El paciente jugará a ser doctor y el doctor será el paciente. ¿O no es verdad, Doctor? Dígame si me equivoco.
—Excelente, Rubén. Pero es una lástima, como siempre tu tiempo se terminó. Tienes que volver a tu trabajo y dejar de jugar al asesino. No eres un asesino sin remordimientos. No tienes personalidad múltiple. Tienes tu trabajo de psiquiatra, que te encanta. Tienes una maravillosa esposa, dos hijos y un amigo que estará aquí cada que lo necesites.
—No entendió nada de lo que dije, Doctor. Es una lástima, si hubiera puesto un poco de atención sabría a lo que me refiero. Sabría en que momento dejar de apostar en la ruleta. Sabría que no existe Dr. Jekyll y Mr. Hayde. Sabría que su rutina no lo es todo. Sabría que no solamente su pluma fuente puede ser un arma. Sabría tantas cosas. Tantísimas cosas. De hecho, le dije entre líneas lo que Ud. debía decirme para evitar que lo matara al finalizar la sesión. Es una lástima, Doctor. Por lo menos ahora entiende cuando me refería a que sabía que Ud. tenía miedo. Va a ser lo único, y lo último que saque Ud. de provecho de esta sesión. Por cierto, y mire que lo estaba olvidando: su esposa y su hija lo esperan del otro lado de la puerta.


Colima, Col.
10 de Agosto de 2000.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Temores


—¿Tú cómo canalizas tus temores?
—Ah, pues fácil. Mira, tomo un poco de azúcar, de preferencia de la morena, la refinada no funciona muy bien en esto. Bueno, un poco de azúcar/
—¿Como cuanta?
—No sé, tres cucharadas… Tres o cuatro, tampoco mucha porque luego el exceso de fructosa hace que no haya una buena conexión entre los dos polos del desdoblamiento. Bueno, la pones en un frasco… no, un vaso de vidrio. De esos transparentes. La mezclas con agua hasta disolver toda la azúcar/
—¿Como cuanta agua?
—No sé, como la mitad del vaso. Bueno, ya que se disolvió toda la azúcar, la refrigeras un rato, solo para evitar un sobrefriccionamiento de los iones a actuar. Ya después de unos minutos, la sacas y dejas que se serene a lunas de Octubre/
—¿Como cuantas lunas?
—Hu, pues no sé. Unas tres… Sí, creciente, llena y menguante. Bueno, una vez serenada, rompes un cascarón en su presencia. Como va a ser difícil que tengas un cascarón así nomás, puedes usar un huevo. El chiste es romper el cascarón, el huevo en sí lo puedes tirar, o si tienes una maceta de barro negro lo puedes plantar. Dicen que los huevos en maceta de barro negro atraen a los colibríes enamorados. Pero en fin, mitos. Bueno, rompes el cascarón y lo destruyes con las manos. Eso nomás para evitar que anticuerpos no deseados hagan mitosis dentro de un plazo considerable. Entonces tomas el vaso, y te untas el líquido en todo el cuerpo. No debe quedar ningún rincón sin untar.
—Ah.

2 de Febrero de 2002.
México, D.F.