miércoles, 27 de mayo de 2009

Perhaps a noise...


"Un torturador no se redime suicidándose, pero algo es algo."

Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti Farrugia

domingo, 24 de mayo de 2009

Perhaps a noise...


"El chingón, chingó a su madre."

Yukiko Ando Arias
(primero de mayo)

domingo, 17 de mayo de 2009

Carta desde el rincón



Mi adorada Jimena:
Te escribo desde mi desolada morada, esta fría y solitaria covacha que he tomado como hogar. Estoy en lo más profundo, en lo más lejano del país. Estoy oculto detrás de miles de kilómetros de carreteras, millones de metros de líneas telefónicas. Estoy tan lejos de cualquier lugar, que aquí ya no existen las sombras, aquí ya no existen los pasos. Ya no existen las miradas.
Aquí solo existe lo que existe. Existe este viento, existe esta lluvia, estos olores. Aquí es como el país de las últimas cosas. Estamos encerrados y las memorias se evaporan rápidamente. Uno tiene que hacer casi milagros para evitar olvidar.
Por eso te escribo. Por eso escribo tu nombre en esta carta. Jimena. Así no lo olvidaré. Pero tiene sus desventajas, a lo mejor jamás recibes esta carta. Por que es para mí, más que para ti. Escribiré y escribiré hasta el fin de estos días. Para no olvidar. Escribiré de cómo nos encantaba pasear por el centro, tomados de la mano, sin decir palabras, solo caminar. Escribiré de cómo nos olvidábamos del resto del mundo y nos pasábamos horas y horas, amándonos, desnudos, sin pensar en el futuro, solo pensando en nosotros, recorriendo nuestras pieles con la mirada, con las manos, con el deseo, con nuestro calor.
He olvidado muchas cosas, y ese espacio en mi mente comienza a llenarse con ideas inusuales y hasta locas. A veces pienso que llegaras a mi, atravesando kilómetros de tiempo y años de distancia. Llegas con tu sonrisa a flor de piel, tan rozagante y fresca como después de un baño. Llegas a mi y sin decir palabra alguna me besas a profundidad. Me desnudas y me hace el amor casi frenéticamente. Y en el momento del orgasmo, me muerdes y arrancas mis carnes. No duele, y yo hago lo mismo. Comenzamos a devorarnos con sensaciones a mil por hora, con la respiración agitada, con los ojos cerrados y bebiendo sangre, mezclada con sudor y lágrimas. Nos alimentamos del otro, tan llenos de avidez por pertenecernos, por querernos uno dentro del otro por una unión más profunda, más íntima que el propio amor. Tan satisfechos y golosos nos masticamos, que acabamos el uno con el otro; nos devoramos totalmente y desaparecemos. Pero aún estamos ahí. Aún nos estamos besando, sin estarlo. Aún nos amamos sin estar presentes. Solo una gota de sangre que escurrió por mi barbilla y fue a caer entre las sábanas blancas, es la testigo de nuestro voraz amor. Solo ella que quedará un tiempo ahí, mientras se seca y se pone amarilla. Después se volverá polvo y viajará por los cuatro vientos llevando con ella la noticia de nuestra evaporación. Y ella regresará al lugar de donde partimos y se dará cuenta de que ese era nuestro destino. Se dará cuenta de que no había otra forma de que pudiéramos estar untos, si no era en el rincón del país donde no existen las sombras, y devorándonos mutuamente para ser uno del otro. Solo entonces podrá morir en paz esa dulce gota de sangre, que de todas y cualquier forma, somos nosotros mismos.

¿Has visto? No solo comienzo a olvidar, si no que empiezo a desvariar. Empiezo a sentirme acabado. Empiezo a perderme en mi propio laberinto.
Suceden cosas extrañas. También pasa más rápido el tiempo aquí. Y esto trae consigo otro factor: también se pierde la esperanza en cantidades industriales. Me he visto envejecer de la noche a la mañana. De un día a otro he visto decenas de canas en mi pelo, y arrugas nuevas en mi rostro. En una semana encanecí completamente. He perdido fuerza y comienzo a encorvarme. Estoy seguro de que ahora no me reconocerías. He perdido dos dientes, y me duermo casi en cualquier momento.
Intento recordar cuanto tiempo llevo aquí, y podría jurar que apenas son un par de meses. Pero sé que es más. No sé cuanto tiempo exactamente, porque las hojas de la bitácora se han puesto amarillas y a las primeras hojas se les ha borrado lo que escribí. No quiero ni imaginar cómo será el tiempo para ti, que eras una mujer que no podía esperar el mañana. Activa y siempre con algo que hacer.
Imagino que te habrás cansado de esperar. Me habrás puesto en el baúl de los recuerdos y rehecho tu vida. Siempre quisiste un hijo y yo siempre quise esperar. Imagino que ahora serás madre. Una excelente madre, por cierto. ¿Será niño o niña? Tal vez no solo tengas uno. Querías dos, ¿cierto? ¿Será él buen padre? ¿Buen esposo? ¿Te casaste? De lo que estoy seguro es de que eres feliz. Siempre luchaste contra viento y marea para ser feliz. Y hasta donde sé, siempre lo lograste.
Sabíamos que esto pasaría. Te dije que regresaría pronto. Pero tus ojos me dijeron que ya sabías que sería imposible regresar de este mítico lugar. Sin embargo mentiste, dijiste que no me preocupara, que me esperarías, y ambos jugamos este tortuoso juego. No esperaste mis cartas, y quemaste mis fotos apenas partí. ¿O me equivoco? No te culpo ni reprocho nada. Como dije: sabíamos que esto pasaría.
Yo por el contrario, no he dejado de pensar en ti un solo día. Te tomé como mi soga de seguridad. El camino de regreso. Algo por qué luchar y no darme por vencido, dejándome hundir en este pantano que se traga hasta los sentimientos.
Este lugar mata las esperanzas, pero no ha podido con las mías.
Tengo mis esperanzas puestas en volver a verte, y en no derramar mis lágrimas al hacerlo. Si llegase a volverte a ver, sé que me mirarás como a un viejo amigo, me preguntarás como estoy, me contarás de tu vida en seis líneas y te excusarás diciendo que tienes millones de cosas por hacer. Y te irás. Te irás para siempre.
Es por eso que mejor me despido desde ahora. Te evito la molestia de inventarte algún pretexto, y la vergüenza de verme en tan deplorable estado.
Sé que siempre estarás bien. Así es tu vida.

Desde estos días en cuenta regresiva:
Ismael, que jamás dejó de amarte.


23 de Septiembre de 2002.
Ciudad de México.

domingo, 10 de mayo de 2009

Camposanto



Margaritas amarillas. ¿O son naranjas? Son margaritas que llenan mi visión, saturan de color la única salida que tengo que vivir esta muerte que ni siquiera sé qué es. Es una floresta a mis pies, casi tan llena de flores como lo estoy yo de seres que rondan a mí alrededor. Que flotan preguntando por mi futura existencia, que revolotean y me dicen, me aconsejan de que deje de vivir, que haga algo más de esto que no sé si se podrá llamar vida. No sé si se podrá llamar de alguna forma. ¿Será que el no existir se transmutará en el no ser? ¿No ergo no sum?
Nada está por demás. Aunque tampoco por de menos. Nada es un punto final. Hasta un punto final tiene delante de sí un espacio en blanco. ¿Es la excepción que confirma la regla? El nada significa que nada de nada. ¿Pero que tan nada significa nada? No ser representa una no representación. ¿Qué tal un dogma? No existe, pero sin embargo es. ¿Qué de aquellas palabras que no son, pero que sin embargo existen?
Es cierto, nada es nada… pero nada se tiene a sí misma, tiene esas cuatro letras. Tiene ese lugar en el espacio que le permite ser alguien, algo. Suena a paradoja: Nada es algo.
Entonces puede ser extrapolable. Puede ser que nadie sea alguien. ¿Quién fue? Nadie. Nadie fue. Entonces el argonauta mayor se daría de topes en la pared, porque el cíclope lo haría mierda en tan solo un instante. Entre paréntesis, otra palabra que no tiene nada, pero que lo es. ¿Quién puede negar que decir, que escribir instante no lleva al menos medio segundo, mientras que por definición ya ha pasado? Solo que Jasón no habría de pensar en eso. Tomaría el contexto de la palabra para transformarla en un ser tangible, aunque semánticamente no sea nadie.
¿Estamos poniendo a prueba la gramática o la verificación de existencia de alguien que no es? De nadie, pues. Porque aquello de que “no sea nadie”, resulta en una doble negación. Ser nadie es claro, así como no ser alguien. ¿Pero no ser nadie?
Nadie soy yo. Pero yo no soy nadie. ¿Soy algo? Emigramos de adverbio. Estamos en la frontera del cementerio. ¿Eres alguien (fuiste alguien) por tener un nombre en una cripta? ¿Por tener cifras diferentes labradas en mármol (en el mejor de los casos)? Tu nombre en una calle, en un ala de cierto hospital, en un auditorio, en un museo, en una oficina de patentes, de derecho de autor, en un auto, en un instrumento, en una técnica. ¿Qué poder supremo tiene ese poder, de manejarte como títere, de hacer de tus huesos una marioneta que puede exhibirse en una de las columnas del monumento a la Revolución? ¿Quién puede llevarte como perro faldero a diferentes pueblos, en un baúl, exhibiéndote como burro de seis orejas por miserables veinte pesos?
O al revés. ¿Está uno exento del asombro popular (literal) por ser un Don Nadie? ¿Alguien puede ser un Don Nadie? ¿No es precisamente una paradoja ese apelativo? El subir para arriba no es suficiente, porque todos queremos ser alguien. A lo mejor y ese alguien ya está harto de ser todos nosotros. O harto de ser aquellos que desean ser él. El pobre no tiene identidad propia, porque tiene la de todos aquellos soñadores que solo piensan en ser más rápidos, más fuertes, mejores que aquellos que sienten que a pesar de eso, ya son alguien. Y entonces la chinga es para aquel pobre iluso que creía que era alguien, pero que ahora es todos los demás.
¿Quieres ser alguien? ¿Quieres verte años después, viviendo en la vida de los demás, aún cuando ya estés más que digerido por los gusanos? ¿Quieres verte caminando entre las margaritas amarillas, cuando lo único que pretendían era marcarte el camino para que dejaras de ser alguien y te unieras al club de los nadie, de los no seres, de los inexistentes?


21 de Enero de 2006.
México, D.F.

domingo, 3 de mayo de 2009

Amor de paso


Entraron los dos al cuarto del hotel de paso. Al encender la luz, el tamaño del cuarto decreció al instante, mostrando una cama mal tendida, un buró, una puerta entreabierta que daba al diminuto baño, y un foco de 75 colgando de un techo de concreto sin pintar.
—Por 30 pesos la hora, ¿qué esperabas? ¿Yacusi? —dijo Alejandra al ver el titubeo de él. Él volteó y la miró condescendiente, diciendo con la mirada “ya lo sé”.
—Desvístete y métete a la cama —ordenó secamente. A ella no le molestó el tono de sus palabras. Ya estaba acostumbrada a los clientes que tiene sus desplantes de prepotencia. Sólo cerró la puerta, casi azotándola, y se dirigió a la cama. Arrojaba toda su ropa al suelo en el camino a la cama, mientras él, el anónimo en turno, entraba al baño.
Al estar desnuda, se metió entre las sábanas, sintiéndolas frías por un instante. Esperó.

Después de 10 minutos de esperar entre las sábanas, salió Anónimo del baño y le pareció que tenía los ojos rojos. Cubrió la distancia entre el baño y la cama, quedándose momentáneamente de pie, junto a la cama. Ella lo miró con extrañeza desde la almohada. Él, después, quitó todas las sábanas de sobre su cuerpo, dejando sólo una: la más delgada. Con ella, cubrió el cuerpo de Alejandra, totalmente. Alejandra veía sombras a través de la sábana, pero muy difusas. Agudizó el oído.
Por ser delgada la cubierta de su cuerpo, dibujaba perfectamente sus facciones, sus curvas y depresiones femeninas. Alejandra conocía algunos de los juegos eróticos de sus clientes, pero éste era nuevo para ella. Sintió que Anónimo se acostaba junto a ella y se volvió para abrazarlo, quitarle la ropa y comenzar el sexo. Pero él, firmemente, la tomó de los hombros y la obligó a quedarse acostada boca arriba, cubierta con una delgada sábana, de la cabeza a los pies, sin pronunciar palabra. Ella, con un dejo total de extrañeza, accedió y al instante, sintió cómo las manos gruesas y pesadas de él, recorrían su cuerpo sobre la sábana. Cómo le tocaba la cara, descubriendo sus facciones. Cómo le recorría los hombros, los brazos, los senos. Cómo acariciaba el abdomen, el ombligo, el pubis. Cómo rozaba su vello púbico. Cómo viaja por sus piernas, por sus rodillas, por sus tobillos, por sus pies.
—¿No vamos a coger? —dijo Alejandra, pero al oír su propia voz rebotando en el silencio del cuarto, se arrepintió. No era la forma adecuada, para el momento, de expresarlo.
—No —dijo Anónimo simplemente con una voz neutra, sin acento, y siguió acariciando su cuerpo sobre la sábana. Unos segundo después, le pareció oír al hombre llorar en silencio. Se descubrió la cara y alcanzó a verlo limpiarse una lágrima con el dorso de la mano. Ella lo miró fijamente a los ojos, pero la mirada de él estaba sobre la rodilla redonda y lisa de ella. Por fin, tuvo el valor de mirarla a los ojos y ella le preguntó con la mirada.
—Discúlpame, soy un estúpido —murmuró como excusa y comenzó a desvestirse.
Ella lo miró detenidamente mientras terminaba, y cuando estuvo desnudo, se metió entre la sábana delgada y la cama, junto a ella. Lanzó un suspiro y comenzó a tocarla, fríamente. La penetró toscamente y comenzó a hacerle el amor. Ella, haciendo gala de su mejor actuación, le acariciaba la espalda, disfrutando el momento. Pero segundos después, él se detuvo y comenzó a llorar amargamente. A ella ya nada podía extrañarle después de todo lo que sucedió esa noche.
Él se acostó a lado de ella, viendo con lágrimas el techo sin pintar. Ella le acarició el pecho y le dio un beso en la mejilla. Anónimo desvió la mirada hacia el lado contrario. Alejandra arrojó la sábana fuera de la cama, quedando los dos desnudos, acostados e inmóviles. Se decidió y se levantó, pasando una pierna al otro costado de él. Sus facciones no reaccionaron en ninguna forma, y entonces ella comenzó a hacerle el amor, suave, sutilmente, casi con cariño.

Despertó cuando él la empujó hacia el otro lado de la cama. Se había quedado dormida sobre él. Tomó su reloj del suelo y checó la hora. Ya era de madrugada: seis y veinte. El anónimo ya había comenzado a vestirse sin pudor a lado de la cama. Ella lo miró con sus ojos enrimelados hasta que se puso la corbata.
—Te doy quinientos pesos, ¿está bien? —le dijo mientras sacaba dinero de la cartera y hacía unas breves cuentas mentalmente.
—No —respondió ella alarmada, pero él lo interpretó como objeción y sacó otro billete de doscientos, puso el dinero sobre el buró y se dispuso a salir.
—¡No! —repitió ella saliendo precipitadamente de la cama, sin preocuparse de si estaba vestida o no. Tomó los billetes y se los puso en el bolsillo del saco. Extrañado, sacó los billetes del bolsillo y la observó con los ojos llorosos. Le acarició el cuello y la atrajo hacia sí, dándole un beso suave, mientras le acariciaba la espalda y el pelo.
Al separarse, ambos tenían lágrimas en los ojos, pero ninguno quería que el otro las viese. Le dio un beso en la frente a modo de despedida, y al salir le dijo con una sonrisa
—Vístete —a modo de reproche, al verla desnuda en medio del cuarto, y cerró la puerta. Ella se observó en medio del cuarto, desnuda, con lágrimas en los ojos y pensando en el hombre que acababa de salir. Se rió muy bajo, y al agacharse por su ropa, le cayó algo del pelo. Eran los billetes. Setecientos pesos. Corrió a la puerta y al brincar hacia el pasillo se acordó que estaba desnuda. Regresó rápido al cuarto, abrió la ventana, se asomó a buscar al anónimo, y sólo alcanzó a ver cómo éste abordaba un taxi y se perdía en la selva de asfalto. Se vistió con los billetes en la mano y al salir, volvió la mirada hacia la cama destendida, sonrió y cerró la puerta tras de sí.


21 de Noviembre de 1998. Zinapécuaro, Mich.