domingo, 26 de octubre de 2008

Perhaps a noise...




"Por una mirada, un mundo;
por una sonrisa, un cielo;
por un beso... yo no sé
qué te diera por un beso."


Gustavo Adolfo Bécquer

domingo, 19 de octubre de 2008

Guitarras



Dijo que no lo volvería a hacer y ahí estaba de nuevo. Sobre el tarimado, de espaldas al público y tocando la guitarra como si estuviera solo en todo el mundo. Ya no pudo seguir el ritmo de los demás, se concentró en las cuerdas de su guitarra, en el movimiento de sus dedos, cerró los ojos y esperó. Esperó largamente.
“No manches, carnal. ¡Otra vez! ¡Media hora! No podemos seguir así. Solo porque pudimos callarnos sin que se notara. Y porque eres bueno, eso no lo discuto. Pero no, Edgar. Ya no.”
Esas fueron las palabras que esperaba desde hace seis semanas, que se dio el primer altercado; pero las mismas que jamás hubiera querido escuchar. Alejandro lo miró esperando la respuesta.
“Disculpa, Alex. No lo volveré a hacer. No volverá a pasar. Te lo juro.”
“Lo juraste hace un mes, lo juraste hace una semana, lo juraste el miércoles, lo juraste ayer. Ya no jures nada… El martes nos pagan, si quieres te das una vuelta por la casa para darte tu parte.”
Y sin más que agregar, el vocal, el baterista, el sax, el bajo y el teclado se dieron media vuelta y enfilaron a la camioneta Ford 79 que compraron con sus dieciséis primeras presentaciones. Él se quedó solo en la calle.
Fue al Café Gazzama y se sentó en una mesa cerca de la esquina, acomodó su guitarra en la otra silla y esperó al mesero.
–Un café.
Sorbió poco a poco su café, no quería quemarse la lengua como hace ocho días. Encendió un kamel y volteó para buscar al mesero y pedir un cenicero. Una muchachita de unos diecisiete, con uniforme del café le llevó un cenicero de herrería, un poco oxidado. Supuso que tal vez así era el cenicero para combinar con la arquitectura vieja del lugar. Le dejó el cenicero en la mesa y antes de irse le sonrió. Edgar no le tomó importancia al hecho, solía suceder cuando cargaba la Fender.
Hizo que el café le rindiera lo que el cigarro, o viceversa, y le pidió la cuenta a la muchacha.
–Te propongo algo. Si tocas algo para mí, cualquier cosa, el café corre a cuenta de la casa.
Edgar la vio un momento directo a los ojos. Ahora su sonrisa le pareció más sincera.
–Mi propuesta es la siguiente: me dejas pagar la cuenta y te espero a la hora que termine tu turno para que me escuches tocar sin problemas.
La chica dudó un poco, pero aceptó. Y cinco minutos después ya estaba a lado del guitarrista.
“¿Tan pronto?” “Mi padre entenderá.”
Y juntos, salieron del lugar y echaron a caminar por la calle, a las 10:47 de la noche. No hablaban, solo caminaban con la vista al piso. Pasaron por un parque.
–Ven –susurró Edgar a la chica del café.
La chica se sentó en una banca y él, de pie, comenzó a tocar una melodía lenta, parsimoniosa, melancólica. El ritmo cambiaba lentamente a uno triste y doloroso, evolucionando después a uno lleno de angustia y preocupación. Los ojos cerrados y los dedos concentrados llamaron la atención de la chica, que aunque era tarde, el sueño aún no la vencía. Casi una hora después y cuando el ritmo de la guitarra era ya solitario y nostálgico, ella se durmió.
Un haz de luz potente la despertó, mas no abrió los ojos y trató de huir de la luz. Una voz metálica e indescifrable gritó algo. ¿Una patrulla? El guitarrista habló largo rato con ellos, sacando credenciales y señalando la guitarra miles de veces.
“Nos tenemos que ir”, dijo.

Edgar bajó del destartalado camión y preguntó al señor bigotón con sombrero raído donde estaban.
El hombre lo miró como el gato mira la lechuga y farfulló un nombre. Pensó un momento y se decidió. Subió de nuevo al camión solo para bajar su mochila casi vacía y su guitarra. Volteó a ambos lados de la terminal de autobuses y echó a caminar como si alguien lo estuviera esperando afuera de la terminal.
Caminaba por una avenida desconocida. Árboles frondosos y verdes en el camellón. Arbustos pequeños en las aceras. Carros a altas velocidades. Camiones urbanos con anuncios de colores estridentes en toda su estructura. Y ahí los taxis eran de otro color. Bueno, ese era un lugar tan bueno como cualquier otro para comenzar lo que dejó pendiente. ¿Pero qué había dejado pendiente? Con apenas doscientos pesos en la cartera decidió parar un taxi y comenzar la búsqueda.
El taxista lo llevó a la zona barroca de la ciudad, o lo que los lugareños conocían como la “Ciudad Vieja”. No estaba demasiado lejos del centro de la ciudad, pero estaba por la parte de atrás, es decir, al lado contrario de los comercios y la zona turística. Era tranquilo, lento y húmedo. Los árboles eran viejos, las casonas de piedra y se podía escuchar a algunas avecillas trinar. Le recordaba a la colonia San Isidro en sus ciudad. Prácticamente idéntica.
Después de disfrutarla un poco, entró a un café que parecía tener bastante afluencia.

–No, chavo. Un chico viene a tocar por las tardes los fines de semana. Ahorita no ha llegado, no sé por qué. Pero entre semana esto está muerto. No te puedo pagar, no me salen las cuentas.
–Bueno, le propongo algo: Si su chico no llega, yo toco en su café de a gratis. Pero si a los clientes le gusta lo que yo toco y el ambiente se anima, Usted me contrata. ¿Le parece? –propone Edgar. El dueño el café lo piensa un poco. Después de pensar cómo despedir al otro mono si se da el caso de que éste chavo sea mejor que el otro, le dice:
–Sale, pues. date una vuelta en media hora, si no ha llegado el otro chavo, la silla es toda tuya por hoy.

Probó suerte en otros cafés de por ahí, en caso de que no se quedara en el primer café, pero en todos recibía una respuesta similar. La media hora se cumplió y regresó al primer café. desde afuera observó el café a través de un ventanal. El dueño servía un café express y sacaba un pay de fresa del refrigerador. Un mesero llevaba varios platos a la mesa de la esquina y la silla del chavo que tocaba la guitarra estaba vacía. Entró como si fuera dueño del lugar, se dirigió directamente a la sillita, se sentó y con una seña, le dijo al dueño que le encendiera el micrófono. El dueño lo miró irónico por un momento, pero al ver la mirada fija del chavo en su guitarra, sonrió y encendió el micro.
–Buenas tardes, estimables clientes. Espero estén disfrutando…

Ese día en el café estaba particularmente solitario, y decidió que no tocaría. Terminó lo que quedaba en la taza de café de un sorbo y se levantó. Esto está muerto, le dijo con voz baja al dueño del lugar mientras caminaba a la salida en forma de excusa por no tocar. Ya afuera, echó a caminar con paso lento. Cargaba la guitarra con la mano derecha, y en la izquierda portaba un Alita sin filtro. En la esquina lo arrojó al asfalto y subió al Torres-Cristo, que lo dejaba a dos cuadras del cuartito que estaba rentando.
Giró la llave y empujó la puerta con el pie. La puerta se destrabó e hizo un ruidero de lámina golpeada. Del cuartito de alado se escuchó un shhhhh prolongado. Edgar hizo una mueca y azotó la puerta una vez que hubo entrado. El shhhh fue apagado por el grosor de las paredes. Dejó la guitarra en una esquina del cuartito y se arrojó al camastro, el cual venía incluido con los 150 pesos de renta. Recordó que no tenía nada para cenar, entonces se levantó, abrió la puerta y cerró con gran estruendo. El shhhh no se hizo esperar.

Sacó los doce pesos que ganó de tocar en el Torres-Cristo y pagó el litro de leche, los Alitas, las dos teleras y aún le alcanzó para el chicle motita de uva. Tomó sus cosas y salió pensando que ya faltaba menos para el jueves, día de paga en el café. La noche ya había caido y el alumbrado público comenzaba a encenderse. Su caminar era lento y rítmico. Alzó un momento la vista, sólo para ver que algunas chicas con ropas cortas y demasiado maquillaje salían de sus casas contentas y riendo entre ellas.
–Hola, guapo. ¿Quieres divertirte un rato? Un varo por ser del rumbo –le dijo una mujer que pasaba los treinta y cinco. Edgar sólo la miro sin dejar de caminar.
–Este… no, ahora no. No tengo dinero. Todavía no me pagan.
–Aquí estamos, papacito. Cuando quieras.

Mientras cerraba la puerta con el pie vio la hora en su reloj. Shhhhh. Encendió el foco de 75, dejó las cosas junto al camastro y sacó de su mochila una libreta francesa. Maltrecha. La abrió en la siguiente hoja en blanco, sacó un bolígrafo negro y tomo su guitarra. Dio unos acordes básicos antes de sacar la leche, las teleras y los Alitas. Sivió leche en una lata de cerveza Corona vacía, cortó un cacho de una telera y volvió a tomar la guitarra. Dio acordes inventados y tocó rolas conocidas hasta las doce y treintaiseis.
El ruido de los coches afuera no lo dejaba concentrar. Dejó la guitarra a un lado, y salió a respirar aire fresco.
–Claro, aire fresco es un decir –pensaba Edgar mientras abría la puerta y miraba la escena. Vivía a una casa de la esquina, y en la encrucijada de las dos calles estaba repleto de automovilistas, motociclistas, peatones y teporochos tratando de regatearle a las chicas de ropas cortas, aunque fueran veinte pesos.
–No, mi macho. Ya te dije que no. Si quieres que te haga eso te va a costar –escuchó que una mujer muy morena le decía a un hombre mayor que viajaba en un Renault morado. Las voces, el ruido de motores, los taconazos en la banqueta y las risas femeninas se fundían para dar lugar a esa particular mezcla de la que era cotidiano ver en esa colonia.
Encendió un Alitas con cerillos. Se estaban acabando y ya no había dinero. Se recargó en el marco de la puerta y procedió a fumar. Sonrió, parecía padrote viendo la fábrica de dinero.
–¿Te sientes padrote o qué? –oyó una voz a sus espaldas. Volteó y observó azorado a la muchacha que le decía eso. Zapatillas de tacón rojas, medias negras, liguero, una minifalda negra tan corta que cualquiera podría decir el color de los calzones sin temor a equivocarse y una blusa rosa con barbitas, las cuales cubrían más que la propia blusa. Maquillaje al extremo y uñas pintadas de un amarillo brillante.
–Este… no, sólo me estoy fumando un cigarro.
–Más te vale. No queremos que nadie venga a padrotearnos. Nosotras podemos solitas, además todos los hombres son igual de pendejos.
–En eso estoy de acuerdo –mencionó Edgar, pero con cautela. Ella lo observó despacio.
–Regálame un cigarro.
–Sabes, serás muy brava y yo seré igual de pendejo que todos los hombres, pero si quieres talonearme un cigarro, tendrás que pedirlo, no exigirlo –replicó Edgar. Ella respingó y ahora lo observó con mayor detenimiento, sin dejar de levantar la ceja izquierda. Después, sonrió.
–Jajaja, me saliste más cabrón que bonito. Y eso que no eres feo. Va pues: ¿me regalarías un cigarro, por favor?
–Claro que sí, guapa.
–Momento, momento. El que te pida un cigarro con educación, no significa que te estoy dando la libertad de tutearme, piropearme o acostarte conmigo. Para eso voy a la esquina y hasta me pagan por eso. Cuatro cincuenta por acostón. Y eso que ya me devalué.
–Sí, disculpa. Creo que estaba agarrando demasiada confianza. ¿Quieres el cigarro?
–Claro. Y por mí puedes agarrarte lo que quieras, mientras no me agarres a mí y te vayas sin pagar.
–Ya vez. Ahora me estás albureando.
–Jajaja, las pescas al vuelo. Soy Laura, pero todos me conocen por… Samanthaaaaaa.
–¿Tu nombre de batalla?
–Exacto. ¿Qué, no te animas? Mira, no estoy tan mal. Y me sé unos trucos que te van a gustar… mmhhhh, vas a gritar y a pedir más. Garantizado.
–Jejeje, no, gracias. No es por que no quiera. Me disculparás, estás muy buena/
–¡Claro!
–…pero el impedimento es el varo. Precisamente en estos Alitas se me fueron los últimos tres pesos que tenía.
–¿Neta? N´hombre, sí estás jodido. Sale, pues. Yo me voy a ganar el salario con el sudor de mi frente… bueno, no precisamente mi frente, pero mi sudor me cuesta de todos modos –y se fue con una carcajada a la esquina. Escuchó a las otras chicas chiflarle, y uno que otro “mamacita” con voz masculina. La vio alejarse, casi de inmediato un tipo la abordó, pactaron precio rápidamente y se metieron a un cuartucho cercano a la esquina. Se apagó la luz. Edgar arrojó la colilla y se metió a su cuarto. Cerró la puerta, se escuchó un shhhhh y se apagó la luz del foco de 75 watts.

–Mira, chavo. No tocaste tres días. ¿Así quieres que te pague?
–Pero eran días en que no había nadie. Aquí estuve el fin de semana. Y no me diga que no estuve todo el día… bueno, desde las cuatro. Desde las cuatro hasta las dos, que cerró el sábado.
–Pues sí, pero también te echabas tus descansos de media hora… y lo que te tragaste.
–Fueron tres descansos. Hora y media en… en diez horas de trabajo. Y lo que me tragué… ya habíamos acordado eso, Don Rodrigo. ¿O ya se está echando para atrás?
–…
–Dígame, me va a pagar o no. Así de fácil.
–Tá bueno, muchacho. Pero por cada día que me faltes la próxima semana, te voy a descontar cincuenta varos. ¿Estamos?
–Estamos.

–¿Quién?
–Soy Laura. Quiero un cigarro –grita desde afuera. Edgar hace una mueca y miente.
–Ya no tengo –la carcajada del exterior brota al instante.
–No seas pendejo. Ábreme –Edgar deja la guitarra sobre el camastro y abre la puerta. El shhhhh y el golpe de luz llegan al mismo tiempo. Laura entra como remolino. Cuando Edgar se da cuenta, ella ya está acostada sobre el camastro, tocando las cuerdas de la guitarra y observando el cuaderno forma francesa. Se ve… diferente. Ahora viste unos yins ajustados, una playera blanca, un poco trasparente, y porta mucho menos maquillaje en el rostro que el otro día. Se ve bien, juzga Edgar.
–¿A poco tocas la lira? ¿O nomás le rascas la panza al gato?
–La toco, no muy bien pero ahí la llevo.
–¿Qué crees? –dice Laura, sin dejar a que termine de hablar Edgar. –Dicen que eres puto, puñal, mariposon, marica, jamaicón, volteado, bateas par/
–Sí, sí, ya entendí.
–…por no querer acostarte conmigo el otro día. Yo les dije que no quisiste por que no tenías varo, ¿edá? Y pues entre todas me eligieron para darte la bienvenida. Así que, aquí estoy.
–No entiendo. ¿Qué bienvenida?
–¡Uta! nomás eso me faltaba. ¿Entonces sí eres maricón? Haberlo dicho ant/
–No soy maricón. Pero no entiendo de lo que hablas.
–¡Ah, vaya! Pues mira, como eres nuevo en el barrio, tienes el “privilegio” de acostarte con una de nosotras hasta que te canses, o hasta que sean las doce, lo que suceda primero. Pero nosotras decidimos a quien te coges. Bueno, las demás me eligieron a mí. Por aquello de que nos vieron platicando la otra noche.
–¿En serio? ¿Eso acostumbran aquí? ¿Y por qué hasta las doce?
–¡Es en serio! Y tanto como acostumbrarlo, pues no. Jejeje, hasta las doce por que es la hora en que empieza la chamba. Pero si no quieres coger, por mí no hay problema. Total, no entra en el kilometraje y me mantengo como la menos peor –explica Laura y comienza a levantarse de la cama.
–No, bueno, no es que no quiera. De hecho ya me aburrí de coger yo solo. Pero, ¿así de frío y maquinal?
–¿Quieres que te traiga flores y te cante serenata para que cojas conmigo? ¿Chocolates? –ironiza Laura mientras se quita la blusa y arroja los tenis a los pies de Edgar. No hay brasier y Edgar cree distinguir unas cicatrices de brasa de cigarro en sus brazos. –Quita tu mugrero, que no vamos a caber en la cama con la guitarra a un lado. ¿Qué? ¿Coges vestido? Me han tocado clientes locos, pero tú…
–N-no, ya voy –tartamudea y pierde más tiempo viendo como Laura se despoja de su pantalón sin el menor pudor, que zafándose los tenis. Laura termina de desnudarse, arroja sus calzones a la cara de Edgar, suelta una carcajada y se mete al camastro. Edgar trata de no evidenciar su erección al quitarse el pantalón, pero la sonrisa pícara y burlona de Laura lo desinhibe. Se desnuda y salta a la cama, pensando: “Caray, está bien buena”. Laura ríe, se acomoda y antes de abrir las piernas le dice:
–Quítate los calcetines.

–Es niña. A ver si no sale igual de puta que su madre.
–¿Y el padre?
–Es un pendejo. Ni siquiera es El Pendejo, es un pendejo cualquiera. Pendejo y mediocre. Hasta para coger era pendejo. Se montaba, se venía a los seis minutos, se daba la vuelta y se quedaba dormido. Ya hasta me da vergüenza decir que es el padre de mi hija.
–¿Y dónde está? ¿No te ayuda con la niña? –pregunta Edgar y Laura suelta la carcajada, junto con todo el humo. Tose y vuelve a fumar.
–Ahora sí que me hiciste reir. En primera, lo mandé a la chingada. Su pendejez me fastidió. ¿Ayudarme? Era tan pendejo que no podía mantener un empleo por más de tres días.
–Y si era tan pendejo, ¿por qué estabas con él?
–¡Ah, bueno! Estaba bien papacito, y tenía unas nalgas… ¡Así! –hace una expresión con las manos antes de soltar otra carcajada. Apaga la colilla en el suelo. –¿Qué? ¿Ya te cansaste?
–Mmmhhh, creo que no. Pero me gusta platicar. ¿A qué edad la tuviste?
–A los diecisiete. Joven y pendeja, veía la vida color de rosa.
–¿A los diecisiete? ¿Pos cuantos tienes? Dices que todavía no camina…
–Dieciocho. Bueno, realmente la tuve a los dieciseis y realmente tengo diecisiete. Pero tuve que falsificar mi acta por si me agarra la tira y me quiere quitar mi permiso de piruja.
–Y dices que “veías la vida de color rosa”. Todavía estás joven y… pendeja.
–Pos no creas, ¿eh? Todas esas cosas que te pasan, te cambian. Hacen que veas todo desde una perspectiva diferente. Como que te hacen madurar.
–Ha de ser dificil criar un hijo tan joven.
–Ni tanto, se acostumbra uno. Ya son las ocho y media. ¿Nos echamos otro?
–Este… pos bueno.

El ruido del exterior no lo dejaba dormir, pero tampoco quería salir a fumarse un cigarro. Decidió fumarlo acostado en la cama y utilizar una lata de refresco como cenicero. Los gritos femeninos desde afuera le taladraban los oídos, y el ruido de los motores embotaban su cerebro. Cerca de las cuatro, y con 11 cigarros menos, le ganó el sueño.
Despertó, pero con una mujer desnuda abrazándolo. Eran las once y media.
–Oye, Laura. ¿Qué haces aquí? Despierta.
–¿Mmh?
–¿Que qué haces en mi cama? Ayer que me dormí no estabas aquí. ¿Cómo entraste?
–Tú me abriste. Déjame dormir un rato –murmuró somnolienta. Edgar trató de recordar si le había abierto la puerta. Tenía una vaga sensación, pero nada seguro. Trató de olvidarlo y se metió a bañar. El agua estaba helada y había una lata de cerveza detrás del inodoro. Vacía. Se vistió, tomó su libreta, su guitarra y salió del cuartito. El shhhh se escuchaba un tanto desvelado.

–¿Ahora si me vas a explicar?
–¿Mmmh? ¿Qué quieres que te explique, guapo? –bostezo.
–¿Cómo entraste a mi casa? ¿Por qué entraste? ¿A qué horas, y qué hace una chela en mi baño?
–Ya te dije que tú me abriste. Eran como las seis, bueno, exactamente no sé, pero aún no amanecía. La chela es mía, me tomé esa y otra… creo. Se me cayó cuando estaba haciendo pipí. Por cierto, dejé un seis en el depósito de la taza. Me sobraron y era para que no se calentaran.
–Bueno, está bien. Pero, ¿por qué mi casa, por qué no te fuiste a la tuya? No está muy lejos, sabes.
–Eso sí, pero es más rico despertar con alguien a lado, que solito.

Tomó sus cosas, las arrojó dentro de la mochila y encendió un cigarro. Fue al baño, y mientras meaba, revisó el depósito de la taza. No encontró las seis cervezas que Laura había dicho, pero encontró cuatro. Tomó una y la abrió. Bebió despacio más de la mitad del contenido de la lata. Fumó de su cigarro y se subió el cierre. Tomó su guitarra, se colgó la mochila en el hombro y salió a la fiesta de todas las noches sobre su calle. No cerró la puerta, sólo la emparejó y echó a caminar en dirección contraria a la fiesta de labial y billetes. Unos ojos castaños lo miraron alejarse desde una esquina, y esperaron un poco a que el muchacho volteara la vista para despedirse. Jamás supo si el muchacho volteó, la luz que iluminaba su espalda era muy escasa y pronto se perdió de vista.

Ya llevaba seis horas sentado en ese camión y apenas comenzaba a amanecer. ¿Cuál era el rumbo? La señorita que le vendió el boleto con cara de fuchi, le había dicho el nombre del lugar hacia donde se dirigía, pero lo había olvidado. El camión llegó a una ciudad a los diez minutos después el amanecer, y todos los pasajeros comenzaron a bajar. Edgar también bajó y antes de echar a andar, tocó el dinero que traía, sin meter la mano en el bolsillo.
–Como veintidos pesos –murmuró para sí mismo. Recordó como la vieja que le vendió el boleto se le quedó viendo cuando le preguntó que a dónde le alcanzaba con 180 pesos. No pudo evitar mostrarle todos los dientes estúpidamente, cuando le entregó el boleto. Viejos recuerdos, buenos recuerdos; pero ahora necesitaba mirar a delante. Preguntó a un chavo que vendía jugos y licuados en la central de camiones para donde quedaba el centro, y enfiló directamente.
Ya llevaba como veinte minutos caminando, cuando una chica, que llevaba la dirección contraria por la misma acera, lo vió con la guitarra en la mano. Sus labios rosas y brillantes se curvaron en una sonrisa. Edgar contestó la sonrisa, y cuando se cruzaron, aspiró el olor de su perfume. Se detuvo y volteó para preguntarle la hora, preguntarle su nombre y platicar un rato, pero sólo la vió alejarse. Se quedó unos segundos parado, viendola doblar la esquina, y siguió caminando rumbo al centro. Ya iban a ser las ocho.

22 de Septiembre 1999 – 26 de Septiembre de 2001.
Colima, Col. – México, D.F.

domingo, 12 de octubre de 2008

Soledad


Y al final del día te das cuenta de que te has quedado solo. Sabes que al final de cada día, de cada mes, todos los años te vas a quedar solo con tu soledad.
Nadie del otro lado de la mesa, bebiendo una taza de café que no está ahí, fumando un cigarrillo que no ha sido prendido, conversando tonterías que nadie ha dicho y mirando de frente el olvido.
¿Es esa tu historia, Fernando?

Las sábanas frías, pues no hay nadie a tu lado que te proporcione ese calor que te falta. No existe la voz que te diga que no te ves bien con esa corbata. Tampoco el vapor de agua caliente que inunde todo el baño por las mañanas, antes de que entres a bañarte. El cepillo no tiene cabellos largos enredados, y no se tapa el lavabo por lo mismo. No hay peleas por el papel tapiz. No hay papel tapiz.
¿Es esa tu historia, Fernando?

¿Qué sabes, Fernando, de estar solo; si has estado solo toda tu vida? ¿Cuándo has besado el cuello oculto por una caída de cabello de una mujer? ¿Cuándo fue la última vez que adivinaste lo que pensaba una chica con sólo ver el brillo de sus ojos? ¿Desde hace cuanto que tu ropa no huele a perfume femenino?
¿Es esa tu historia, Fernando?

Lo sabes, Fernando. Todo ese dinero que tienes en el banco, que tienes bajo el colchón, en el cajón de la cómoda, atrás del espejo; ¿de qué te sirve si no puedes comprar un ramo de rosas, un anillo de bisutería, un prendedor, un chocolate en forma de corazón? Podrías tapizar tu casa con billetes de diez pesos, si quisieras. Pero no lo harás, Fernando, porque la mirada solitaria de Zapata repetida un millón de veces en cada rincón de tu vida te lo reprocharía a cada instante. El caudillo fue solitario, lo sabrás por esos ojos tristes y acuosos. No lo soportarías.
Te podrías comprar diez carros, los que tu quisieras. Pero no lo harás, Fernando, porque en tus diez carros estarás solo; nadie estaría junto a ti, en el asiento a tu lado. Nadie escucharía las cintas que pusieras en tus carros, ya sean corridos, rancheras o rock pesado.
Te comprarías casas, pero sabes que las casas que compres, estarían solas.
¿Es esa tu historia, Fernando?

Tienes poder, Fernando. Dinero y poder, ¿qué te puede faltar?
Cuando chicos, jugábamos a ver que seríamos de grandes para tener dinero y poder. Eso era todo para ti desde entonces. ¿Lo es ahora?
Se cumplió tu sueño de la niñez: tienes dinero y poder. Tienes el poder.
En los altos círculos de la política y los negocios se te respeta, aún cuando no seas muy legal. La policía te tiene miedo, te hacen los mandados. Los pandilleros y delincuentes menores no te molestan, no quieren molestarte, no deben molestarte. Los delincuentes mayores trabajan para ti. Y otros poderosos saben que es mejor tenerte de amigo, que de enemigo.
No necesitas un arma, ni un guardaespaldas. Ese respeto te lo has ganado a pulso y sangre. Tus manos están tan manchadas y con sangre tan vieja, que ya no te molesta para empuñar un revolver o un bolígrafo.
¿Es esa tu historia, Fernando?

Hace tiempo que no te veía, Fernando. Desde la infancia. Te conocí cuando llorabas por todo: porque se te caía la paleta al suelo, porque tu mamá te regañaba, porque los demás niños te decían enano. Eras berrinchudo y enojón. No tuve noticias de ti hasta veintiseis años después.
¿Qué fue de esos niños que te decían enano? Te volviste rencoroso, vengativo, sangrefría. Los presionaste de tantas formas que decidieron dejar el lugar donde nacieron y mudarse a otro lugar, lejos de ti. ¿Por qué, Fernando?
Recuerdo a tu madre, tan cariñosa con todos los niños que fueran tus amigos. Ella ya falleció, y falleció en la misma casita descuidada y pobre, la misma que te vio nacer. Y murió ahí porque nunca aceptó la casa grande y con sirvientes que compraste para ella. Desde que se enteró de tu rol de vida, de tus nuevas amistades, tus nuevos lujos y tus nuevas actividades dejó de ser tu madre; o mejor dicho, dejaste de ser su hijo. Y ella así lo sostuvo hasta el día en que la encontraron muerta en su cama, en un sueño eterno. Tu borrachera duró seis días, la cruda sólo tres y regresaste a las andadas mucho más cabrón. ¿Por qué, Fernando?
¿Cómo eres ahora? Desconfiado hasta la médula. No quieres que nadie te toque, que nadie se te acerque, que nadie te mire fijamente. No pides, tomas. No esperas respuesta, lo das por hecho. No aceptas un no en ninguna de sus modalidades. Lo que quieres, lo quieres ya. Eres abusivo, déspota, cínico y aprovechado. Prepotente, grosero y oportunista. No te reconozco, Fernando.

Tienes el poder en un puño y estás solo, Fernando. Dime, ¿eso querías?
Las últimas mujeres en tu vida han sido las putas que recoges de algún burdel. Pero ellas también te tienen miedo. Les aterra tu comportamiento. Se quedan unos días contigo por tu dinero y luego huyen tan lejos como lejos quedó su virginidad.
Dime, Fernando, ¿es ése el poder que esperabas? ¿Cubre todas tus expectativas? ¿Eres el ser poderoso que en sueños te imaginabas?

Estás sólo, Fernando.
Al terminar el día, y el día siguiente, y el día que le sigue, estarás tan sólo como la víspera.
Estás sólo. Y lo sabes.

8 de Marzo del 2000.
México, D.F.

domingo, 5 de octubre de 2008

Espejo retrovisor


Y cuando menos pienso en ti, cuando evito recordarte, me doy cuenta de que estás cada vez más cerca. Estás casi a mi espalda. Estás casi leyendo sobre mi hombro estas líneas sobre ti. Y me doy cuenta. Siento esta respiración en mi oído, casi puedo escuchar lo que estas pensando.

Pero estoy solo. Casi no te escucho. Casi puedo jurar que estás a kilómetros de distancia. A miles de sucesos de donde me encuentro. Los objetos en el espejo retrovisor están más cerca de lo que aparentan.

Pero siempre será el espejo retrovisor. Cada vez que mire hacia atrás. Cada vez que tenga un camino por delante, una vuelta, una bifurcación. Y no quiero verte por el espejo, no quiero verte en el asiento de atrás. Ni mucho menos al lado del camino, con tu silueta haciéndose cada vez más pequeña, hasta volverse un punto difícil de distinguir en mi espejo.

Quiero verte a mi lado. No importa que no vea el camino, no importa que tenga que voltear para verte en el asiento de a lado, y deje de mirar la línea continua que descansa sobre el asfalto. Quiero respirar tu aroma, quiero que tu cabello descanse sobre el asiento, quiero que me digas, que me exijas que baje la velocidad, que me cuentes historias, que extiendas el mapa y me expliques que carretera tomar, que pongas esa música que te gusta y me hace soñar...

Y si no sigues mi camino, si no haces mis pasos, entonces camina los tuyos pero que los míos jamás interfieran con los tuyos, que no metan ruido, dejen a fuera la interferencia, y jamás levanten polvo. Que yo sabré que estás bien. 
Estoy seguro de ello.


Colima, Col.
2 de Junio de 2002.