domingo, 27 de julio de 2008

Fobia


El sonido se apagó por entero. Las bocinas enmudecieron al instante y quedó en el cuarto a obscuras. "Otra vez la pinche luz", maldijo en voz alta. Arrojó la revista a algún lado, se levantó del sillón, y a tientas fue a la cocina. En el trayecto pateó una silla. Sacó las velas del cajón y encendió un par. Observó con detenimiento la llama.
"No, mejor más", reflexionó y apagó una vela. La cortó en cuatro y las colocó distribuidas en la sala. Prendió las cuatro y cortó la otra vela. Puso los cachos en diferentes partes de la sala y también los prendió. La iluminación era apacible y amarillosa.
"Ni modo, por el estéreo no puedo hacer nada". Y volvió a sentarse en el sillón, rechinando por ser piel. Comenzó viendo hacia el infinito, por una ventana al otro lado de la sala. Después estuvo observando las llamas de las velas, largas y estilizadas. Y al final estaba jugando con las sombras que producían los diferentes cachos de vela en toda la sala.
Se sintió en muchas partes, y en ningún tiempo. Se sintió extrañamente atraído por esas flamas bailarinas. Ellas llamaban y él no respondía. Lo llamaban con toda la fuerza de sus colores y la vivacidad de su sabienda. El quiso resistirse pero no. Como todos los hombres, estuvo a punto de comenzar un incendio cuando comenzó manotear demasiado sobre las velas.
Una cayó y comenzó a prender la alfombra tanto, que tuvo que apagarla rápidamente con el agua de un florero. Mejor lo dejaría para después.
Minutos después, las velas se habían consumido, y él se encontraba sumergido en un mar de confusión y miedo. Había demasiada oscuridad para que fuera real. Parecía que alguien hubiera cubierto su casa con metros y metros cuadrados de terciopelo negro. Ahora tenía miedo de ir por otro par de velas... Sabía que si regresaba a la cocina, no saldría vivo de ella. Prefirió hacerse bolita en el sillón y esperar a que amaneciera. La luz aún no volvía. Los minutos que parecían horas pasaban lentamente. Él estaba sudando a mares y rogando que la luz volviera en cualquier momento, pero eso no iba a suceder. Algo le decía que la luz no volvería en unos días.
"¿Días? No, es demasiado", pensaba mientras se mordía otra uña, esa aún sin sangrar. Habían pasado 27 minutos desde que la última vela se había apagado, y él ya estaba a punto de llorar. Una aprensión terrible se había apoderado de él y ahora no podía escapar. Las manos le temblaban tanto que, no podía ponerse un cigarro en la boca. Su cara dirigida hacia el respaldar, y las puntas de los pies, en constante choque. Ya estaba a punto de estallar. Las gotas de sudor corrían por su frente, y era un sudor frío, angustiante. Se levantó de un salto, corrió a ciegas hacia la cocina; pero la cocina ya no estaba ahí. En su cuarto debía tener un encendedor extra. En la oscuridad total, corrió hacia su cuarto, tropezando con los escalones de la escalera, y más raspado que con moretones, llegó a su cuarto, pero su cuarto ya no estaba ahí. Toda la casa estaba cambiada. Lo mejor era largarse de ahí, esa casa que daba más vueltas que una lavadora. Ahí se dio cuenta de que el silencio era absoluto, pero su respiración, y los latidos de su corazón le golpeaban los tímpanos como enormes tambores chinos. Las gotas de sudor empapaban poco a poco su camisa. Bajó corriendo los escalones, pero esos escalones ahora estaban más amplios, pero más estrechos, y tropezó. Rodó por unos escalones más y cayó al final de la escalera.
Un poco aturdido, con el corazón a mil y la respiración llenando sus tímpanos, se levantó deprisa, quiso caminar hacia la puerta principal, pero el pasillo ya no estaba ahí. Ahora era una pared. Sentía que el oxígeno de la habitación ya le era insuficiente, boqueaba como pez fuera del agua. Con las manos extendidas, trató de bordear esa pared nueva, y hasta que lo logró, echó a correr. Pero los muebles también habían cambiado, ahora estaba un sillón precisamente en el paso. Chocó con él y salió volando por arriba. Cayó en seco y un sonido agudo y eterno inundó todo su cerebro. El golpe lo había dejado casi inconsciente; pero aún se dio cuenta de que toda su playera estaba empapada de sudor, su respiración podía ser escuchada al otro lado de la ciudad sin problemas, su corazón estaba a punto de estallar, y ese sonido agudo, tal vez consecuencia del golpe, comenzaba a sumirlo en un estado de aletargamiento progresivo y se perdía en la oscuridad, en una oscuridad diferente. Ahora placentera, silenciosa. La oscuridad del desmayo.
Cuando despertó, de las bocinas salía una música estruendosa, todas las luces de la casa estaban prendidas, y las paredes y los muebles estaban en su lugar.

6 de Septiembre de 2002.
México, D.F.

jueves, 24 de julio de 2008

Perhaps a noise...



"Aujourd'hui plus qu'hier et bien moins que demain"
Rosemonde Gérard.

miércoles, 23 de julio de 2008

En el camino


Patéticamente anormal es ahora, cuando tomamos por este camino en el que no existen desviaciones, ni vueltas, ni retornos. No existe la reversa y a veces dudo que existe un adelante. El asfalto se pega a las llantas como esos chicles frescos y aún húmedos que simplemente aparecen debajo de tu zapato cuando ya no hay modo de saltar, de evitar la goma de mascar; o mejor aún, se pega como la suela de los tenis a la banqueta en esos días en que el calor parece tener rienda suelta y corre como demonio por las calles, mientras que deja atrás el viento que calmaría ese bochornoso día. Pero las llantas del coche siguen trabándose, siguen derritiéndose y cada vez avanza menos, y nos aletargamos más.
Y no solo las llantas son las que se pierden en el paso del tiempo, también las señales, las líneas de la carretera y hasta la visión a través del parabrisas. Ves a los limpiadores funcionar sin nada que limpiar, y eso en un momento porque ahora ya ni siquiera están los limpiadores, ni la palanca que los acciona, ni donde debería estar sujeta la palanquita. Uno mismo ve con asombro cómo deja de avanzar lentamente, como pierde el espejo retrovisor y el marcador de gasolina. Cómo deja atrás medio motor y los faros con las altas puestas siguieron de largo y lo dejaron a uno aquí botado. La palanca de velocidades hace tiempo que dejó de existir y tu asiento prácticamente está siendo comido por termitas que, por supuesto, ya no están. ¿Qué haces contra eso?
A veces pienso que pienso demasiado, pero a veces pienso que realmente no estoy pensando tanto, y lo que pienso son puras tonterías. Pero es difícil pensar cosas coherentes cuando tu auto acaba de desaparecer bajo tus ojos… y bajo tu trasero, porque después de todo, en él ibas sentado. Además, es medianamente estúpido el estar esperando aventón de alguna persona que pase por ahí, cuando lo primero que viste que ya no viste más, fue la propia carretera. ¿Dónde demonios se pide aventón en una carretera que no existe para llegar a un lugar que no va a estar ahí cuando uno llegue?
Es por eso que para evitar pérdida de tiempo (y consecuentemente comenzar a dejar de verse uno mismo) comienzo a caminar rumbo a no sé donde y espero que sea el correcto, porque para estos momentos, creo que el sol ya no me indica para dónde es el oeste y cuál el oriente. Me indica que estoy totalmente perdido y que cualquier cosa que haga de ahora en adelante, será ganancia. ¿Ganancia para quién?
Tal vez debería decir que ganancia para qué, porque a lo lejos parece venir un coche que pueda darme un aventón a cualquier parte que no sea este remolino que me sacó de mis casillas y me devolvió a este imprudente destino que aún no encuentro cómo llegar. Aunque para estos momentos estoy pensando que podría suceder lo que en léxico vulgar se denomina reacción en cadena. Y es que pensándolo prospectivamente, podría suceder que si esa persona viene en esta dirección, entonces vaya rumbo a la dirección que yo tenía en un principio, y a la que es probable que llegue con cierto retraso. Entonces al darme aventón, podría suceder de nuevo lo que sucedió en algún momento, y quedaríamos en el punto de inicio (pero término al fin y al cabo) y no existiría desplazamiento neto desde mi punto de vista.
Ahora, que si sigue de largo y no me da aventón, es probable que también le suceda lo que sucedió, porque el punto de partida es similar y el destino ídem, aunque no tendría porqué desearle mal a alguien. Es probable que él llegue a su destino, aunque para mí el resultado de movimiento seguiría siendo cero.
Y a la postre, pues creo que no sucederá lo que quería que sucediera, y veré a lo lejos el coche que perderá velocidad, intensidad y color. Entonces se transformará en un punto en movimiento que tendrá un inequívoco color gris que poco a poco irá desapareciendo junto con el objeto que lo portaba y quedará una figura humana, que de lejos bien podría ser de una fémina por la falda que porta y el cabello que le revolotea alrededor.
Al verse desamparada y sin la presencia de su automotor que debería de conducir hasta el destino que ella eligió, y no desparecer así nomás, como por arte de magia, caminará unos minutos (que además deduzco que ella no poseía la misma potencia o intensidad que me poseyó a mí, ya que su auto la abandonó varios cientos de metros más atrás, si tomamos en cuenta la dirección origen-destino) y llegará ingenua y despreocupada a mi lado, tratando de aparentar (será muy buena actriz) que nada anormal sucede por estos días y nada podría ya sorprenderle, excepto el que alguien encienda un cigarro de “esa” marca y a pesar de eso, no le haya ofrecido primero, caray, que modales tiene la gente hoy en día. Obviamente soy un estúpido palurdo que no ha leído a Carreño y lo profesa a los cuatro vientos diciendo que tiene ella razón, que desde hace unos momentos estaba yo pidiendo aventón (perdón, ride) y ningún alma se apiadó de esta alma que tan necesitada estaba. Y claro es, que después de haber hecho enésimos ademanes para sugerir que ella también quería fumar, tuvo que rebajarse a pedirme un cigarro, por favor, aunque sea de “esa” marca. Ah, pero como no, si un cigarro no se le niega a nadie, excepto al inepto que te pide cigarros día tras día, como si a uno no le costara sobarse el lomo para sustentar su vicio, ¿verdad? Con el cigarro a escasos dos centímetros de la boca y en espera de una llama que se acerque a inicializar el consumo consecutivo de su tabaco en tubo, omite la respuesta y comienza a asombrarse de cómo es posible que exista alguien en el mundo que sea tan vulgo, tan ordinario y tan falto de tacto y educación. Por supuesto a estas alturas, ya me he dado cuenta de cómo es el juego, y le tiendo el encendedor mientras advierto falsamente que a veces no prende, pero si le sigues, ya jala. El encendedor, obedeciendo a mis mentiras, no quiere prender y ella hace un gesto atenuado por el cigarro y persiste en su intento hasta lograrlo, tenderme el encendedor y no dirigirme la palabra mientras ve hacia el lugar de donde creé que llegó, pero por una extraña razón, yo sé que no es ese el lugar por donde llegó.
Es bella. Zapatos altos, pelo suelto y casi rizado, negro, ojos (imagino, porque los lentes no me dejan verlos bien) grandes y brillantes, boca carmín y una piel que se antoja besar a cada instante. Podría jurar que su desamparo lo oculta tras esa conducta de prepotencia y soberbia, pero aquí entre nosotros, espera que proponga una solución. Y como el buen caballero que soy solo le pregunto que a dónde iba. Alza casi imperceptiblemente un hombro y fuma con delicadeza. Y de dónde venía, si no es indiscreción. El mismo hombro y otra fumada. Bueno, y ahora que hacemos, ya que los dos estamos varados aquí, en medio de algún lugar que no sabemos ni siquiera cuál es. Gira exorcistamente la cabeza, clava su mirada en mis ojos cínicos y divertidos, y vuelve a su posición habitual. Ah claro, su respectiva fumada. Solo alcanzo a pensar que si seguimos así, pronto se acabarán los cigarros.
Con el viento caliente y apenas perceptible, su falda ondea como en película y sus piernas (en efecto) de película se dejan ver más arriba. Supongo que no querrá tener un poco de sexo casual conmigo en la arena, y sólo lo pienso, no vaya a ser que las altas esferas de la sociedad y abolengo hayan desarrollado prodigiosamente el oído así como lo hicieron con sus glándulas venenosas.
Bueno, exactamente no sé de dónde vengo ni a dónde voy, pero iba hacia allá, y hacia allá voy a ir, aunque llegue un poco tarde, el tiempo nunca ha sido alguna de mis prioridades, ¿gusta? Y sin esperar respuesta me echo a caminar lentamente, para darle tiempo de réplica o seguir mis pasos entre esa arena tan parecida al talco en consistencia. Lamentablemente, no se le ocurre ningún sarcasmo a tiempo para que lo pueda oír, y sus pasos me siguen solo hasta que estoy lo suficientemente lejos como para sentirse realmente desamparada y casi gritar que ella también iba para allá, y no le importaría que la acompañe. Sonrío.

México, D. F.
21 de Junio de 2004.

martes, 22 de julio de 2008

Demonio


El demonio despertó, y con él un sinnúmero de pequeños diablillos. Todos ellos inquietos y juguetones. Todos traviesos. Brincaban y corrían, trepaban y caían. Papá demonio dijo: "Salgan, hijos. Vayan a destruir el mundo." Y todos ellos brotaron, destruyendo el sustrato. Mi cuerpo vibró y mis vísceras estallaron, millones de pequeños demonios salieron de mi hígado, de mi estómago, mis pulmones, mi cerebro... Felices, comenzaron a destruirme con sus trinches, picoteaban mis recuerdos, mis sentimientos, mis malos momentos. Destruían célula a célula mi agobiado organismo. Mi defensa solo produjo risas hirientes y burlonas, y me atacaron con más saña. Poco a poco fueron reduciendo mi ser a pequeñas partículas dispersas por el suelo, pequeñas e irreconocibles. No pude soportarlo y decidí morir. Un demonio enorme llegó a mí y me dijo: "Estúpido. ¿Qué haces aquí? Eres un insensato. ¿Cómo te atreves a destruir la alegría de mis hijos?" Le contesté que estaba cansado de que esos demonios me laceraran con sus pequeñas armas, que destruyeran mis carnes y dejaran al sol mis sentimientos. "Eres como todos los mortales... Imbécil." Fue entonces cuando desperté, y creí que todo había sido un sueño. Sí un sueño. Ahí estaban mis manos, mis pies, mi cuerpo completo. Pero había algo raro: eran mis manos, pero no eran mis manos. Ni mis pies, aún cuando se movían a mi voluntad. Me di cuenta que había vuelto a nacer, era de nuevo yo. Todo otra vez. Pero no fue lo peor: En la reja de mi cuna, a centímetros de mí, millones de diablillos, sonriendo, esperando, observando...

20 de Julio de 2001.
¿México, D.F?

Apoptosis

La lisis me tomó por sorpresa, mientras jugaba ping-pong. El suceso fue fortuito, y casi eructo los 200 insectos que habitan en mí sin pagar renta.
A su vez, mi sangre rió a carcajadas, y mi corazón estalló en risotadas, lúgubres y macabras.
Mis intestinos rechinaron hasta sangrar el óxido que hace tiempo hacían de mi vida un tugurio. Mis brazos y mis piernas dejaron de obedecerme, tomaron voluntad y el origami fue fabuloso.
Pero mi hígado tristemente suspiró y su secreción fue purulenta y viscosa. Sentí pena por él, pero lo hecho, hecho está. Y casi sin notarlo lo mataba con el picahielo que me regaló el abuelo.
Quise olvidar lo que no recordaba, pero las cometas seguían volando en torno al cerebro pútrido y ponzoñoso que soporta mi ajetreado cuello.
Y las fotografías se imprimen con más color, más nítidas que vívidas, y no se van, no se espantan con el fuego que comencé al incendiar los archivos y telarañas que poblan mi planeta.


21 de Agosto de 2001.
México, D.F.

domingo, 6 de julio de 2008

Mercado negro


Aspiró fuerte y sintió que las estrellas se le metían por la nariz. El calor lejano de los puntitos de luz en el cielo la parecía tan real, que olvidó un poco el frío que lo envolvía, el viento que corría desde la montaña hasta su nuca y le entraba despacio por entre el sueter y la piel, brincando en cada escalón formado por las vértebras enchinadas y con los pelitos parados, como piel de gallina. Arrojó otro pedazo de madera a la fogata y las chispas subieron girando como rehiletes dorados, dispuestos a morir en el intento de convertirse estrellas.
Sonrió.
La fogata se consumía sin prisas, pero sin pausas. El calor que emitía era suficiente para mantenerlo vivo, despierto y pensando en el porqué de la inviabilidad de envasar estrellas en pequeños frascos de vidrio ámbar y venderlas a precio de luz en el mercado negro. Claro, él se quedaría con una para el buró de a lado de su cama. No, mejor dos. Una para el buró y otra para la mesita que estaba entre la sala y el comedor. Cualquier cosa, una cita, una invitación a cenar, la lectura de un buen libro (hasta de uno malo), replantar sus cactos en latas de chiles jalapeños en vinagre, o hasta para un momento en el que se vaya la luz. Eso de las estrellas envasadas sonaba prometedor. O al menos sonaba algo romántico, algo así como vender poemas en las esquinas los martes por las noches. O arrojar cuentos para niños en aviones de papel a las primarias durante el recreo. O pintar las lámparas del alumbrado público para que la sombra emitida forme dibujos de animales como los que se forman al juntar las manos.
Pero como casi todo, tenía sus desventajas. Comercializar madera en figuras de pececitos o de ranitas traía como consecuencia el eventual exterminio de los árboles, si no se plantaban más al mismo o mayor ritmo del que eran consumidos. Lo mismo sucedía con los bigotes de las morsas, o con la cola de los leones, que parece que tienen un pequeño plumero. Sin embargo, creía que la compra-venta de estrellas era más parecido a la situación petrolera, que llegaría un momento en que no habría más estrellas en la bóveda celeste para envasar.
¿A quién le gustaría un cielo nocturno sin estrellas? A un cielo diurno está uno más acostumbrado a verlo sin estrellas. Pero en la noche. Esas noches tan sabrosas que sales de la luz neón y te sumerges con viscosidad en la noche plutónica (sic), plagada de luciérnagas y dispuesta a cobijarte con su millón de luces, cada una en cada centímetro de tu piel, penetrando poco a poco por tus poros, haciendo a un lado ese frío que ahora parece querer ganar terreno sobre tu piel, en esas subidas y bajadas, buscando los recovecos que forman tus curvas, tus ángulos y tus esquinas. Haciéndote tiritar de frío porque sabes que las estrellas son tuyas, pero que esas estrellas las tienes que compartir con alguien más. Somos muchos los que queremos estrellas, pero desde que eres dos células haploides tu estrella está asignada, tu estrella tiene ya tu nombre, y viceversa. Pero el nombre de la estrella lo tienen vos dos. Son dos nombres de estrellas. ¿Quién será con el que compartes nombre-estrella?
Probablemente con quien está a tu lado. O el de más allá. A lo mejor compartías el nombre con tu novio del kinder, aquél que lloraba cuando se le caía al suelo la sopa de pasta que estaba utilizando para hacerle una tarjeta a su mamá en ese 10 de mayo. O la chica que te atendía en la papelería que frecuentabas porque tenías que ir a comprar la biografía de algún prócer de la patria, según la fecha en la que te encontraras. A lo mejor tu compañero de nombre era el chico que una vez pasó junto a ti y te tiró parte del refresco durante el estreno de una película. Puede que haya sido esa mujer que te preguntó por tal calle, mientras tu estabas tranquilamente comiéndote una nieve de limón con cajeta durante ese día de verano que simplemente no soportabas estar en tu casa. O aquella persona que viste una vez caminando en la calle, pero que tu ibas en el pesero y no la tomaste en cuenta porque creías que era otra persona caminando por la calle, como tantísimas que has visto durante tus viajes en pesero… ¿por qué aquella iba a ser diferente? ¿Por sus tenis cursis, con hilitos colgando? ¿Porque traía una pulsera que te pareció interesante? ¿Porque portaba una corbata de un color que usualmente no se usa para corbatas? ¿Porque su cola de caballo se movía con el viento en la dirección contraria a la que se les movía a las demás chicas? ¿Porque su bigote hacía parecer a su boca que estaba en una constante sonrisa?, disertaba lentamente.
Tu nombre-estrella andará por ahí, disfrutando de su fortuna, de su vida y olor a pasto recién cortado, sin saber que lo estás buscando. Sin saber que hay alguien que le sigue de cerca los pasos, que lo caza, lo otea en el viento, busca pequeñas ramitas rotas, huellas en la tierra húmeda, troncos arañados. O tal vez sí, tal vez sabe que alguien lo está buscando, y puede devolver el favor, o puede no importarle, escabullirse, ignorarlo. Pero aún cuando busque a su buscador, no sabe como encontrarlo, no sabe quién es el que está sobre sus pasos. Y se repite la historia: puede ser el novio/novia del kinder, de la primaria, de la secu, el panadero, el cartero, la que te corta el pelo, el que te vendió un par de pilas usadas porque no traía ya para el pesero, la de la tiendita, aquel que te pidió la hora en el centro un domingo, la que aún no conoces, tu maestro de música, etc.
¿Cómo encontrar a tu buscador? ¿Y cómo buscar a tu nombre-estrella compartido? En teoría puede ser cualquier persona, pensaba. Al parecer, el único vínculo es precisamente la estrella. El único hilo suelto del que se puede jalar. El pequeño problema es que la distancia es grande, y si uno jala del hilo muy duro o muy rápido, puede romper ese hilo. Y entonces estará difícil encontrarlo de nuevo en esa espesura viscosa y oscura. Que, probablemente, estará llena de hilitos rotos, colgando de sus estrellas, con algún otro hilito colgando, o todavía unido al nombre-estrella. El otro, pues.
Subir por el hilo y bajar por el otro extremo. ¡No hay pierde! Suena bastante seguro, efectivo y a prueba de errores. Cogito ergo sum. La idea está aterrizada, ahora procede la técnica. ¿Cómo se le hace para subir a una estrella por un hilito, y bajar por el otro, en el teórico caso de que el otro nombre-estrella no haya roto su respectivo hilo?
Empujó otro cacho de madera a la fogata. Este cacho estaba más grande y al golpear los carbones al rojo, volvieron a volar las luciérnagas anaranjadas en pos de su estrella, y de su chispa-estrella respectiva. ¿Las chispas tendrán nombre-estrella? ¿Chispa-estrella? ¿Fogata-estrella?
A lo mejor esa era la forma de subir a la estrella, montado en una chispa volátil, giradora como rehilete, ansiosa de buscar nuevas oscuridades que iluminar, nuevas ideas que se encienden como focos de caricatura, recovecos ocultos dónde ocultarse y dormir la siesta del millón de años, para volver de la hibernación rejuvenecidas, enormes y gozosas, dispuestas a comerse un sol viejo y acabado, que no tiene ya esa energía de al principio de los tiempos, que ya no habrá de disfrutar de esa vida roja que tienen las chispas rehilete, que sabe que su vida de amarillo está por terminar y que no teme ser reemplazada por una chispa recién levantadita, desperezada, aún un poco despeinada, con toda la ansia del planeta, con los bríos y con la emoción de volverse una ella, una otra, una nombre-estrella completa y vivir eternamente en el sueño del millón de luces.
No se enteró cómo subir a una estrella, pero ya supo de donde salieron ese millón de soles que le llenan los poros. Después de todo, es posible que sí se puedan renovar las estrellas, que se puedan cosechar estrellas, envasarlas, y arrojar semillas rehilete para hacer nuevas estrellas. Entonces tendrás las estrellas que yo quiera que tengas, te regalaré todas las estrellas que quepan en tus manos, en tus ojos, en tus labios. Tendrás estrellas por cada libro que leas. Por cada canción que escuches. Por cada cena, por cada cita, por cada vida. Tendrás tu propia noche estrellada en el techo de tu cuarto. Tendrás tu propia constelación junto a tu almohada, sobre tu cabeza, junto a tu ventana. Vivirás entre el millón de luces. No necesitarás buscar el nombre-estrella. Lo tendrás ahí, junto a ti.

Pero decide no vender estrellas en frascos ámbar de vidrio. Decide dejarlas en donde están. Además, el sueño lo va invadiendo poco a poco. El bostezo es cada vez más seguido, y comienza a acurrucarse dentro de su bolsa de dormir. La fogata durará un par de horas, tal vez. Pero las estrellas velarán su sueño toda la noche. Una razón más para dejarlas donde están, piensa entre sueños.

8 de Diciembre de 2005.
México, D.F.