domingo, 30 de noviembre de 2008

Perhaps a noise...



"Un beso legal nunca vale tanto como un beso robado."
Henry Réne Guy de Maupassant

sábado, 22 de noviembre de 2008

Vos en la carretera



Solemos viajar a distancias constantes, en tiempos relativos. Kilómetros de carretera, negro asfalto que llena mi pensamiento, que invade mis sentimientos.
Devorando distancias de líneas continuas, de números progresivos y flechas en curva.
Con tus incógnitas miradas, tan negras como el asfalto que pisamos, descifrándome en pedazos. Fumándome entre estertores ambiguos y tan llenos de dolor y olvido.
Atravesamos la idea verde que cubre tus parajes, que cubre tus ideas, que cubre de infamia tu rebelde osadía.
Y canciones que recuerdan los momentos prohibidos de antaño. Y se tornan canciones prohibidas por ende.
La caída sigue y sigue. Jamás a tocar fondo. La vida en caída libre. Con mis gritos llenando esta inmensa soledad. Rebozando mi negra soledad.
Y aunque cada vez falta menos para tocar el fondo que no habrá de llegar, aún me siento perdido en esta galaxia de manos fatuas y dioses tangibles.
Y bosques perdidos entre marañas de recuerdos y polvo de memorias destrozadas por tus irreprochables manos. Por tus inconcebibles manos que mancillan mi cara, destruyen mis brazos, perforan mi pecho.

10 de Abril de 2002.
Carretera 130 Federal. Tulancingo - Huachinango - Poza Rica -Tuxpan.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Veneno


¡Cuál sería su sorpresa al descubrir que, ni su pericia adquirida a través de 12 largos años en esos lugares pantanosos, ni sus botas de cuero grueso “garantizadas” contra cualquier colmillo de víbora, ni siquiera ese gran salto que pegó cuando se dio cuenta que había transgredido notoriamente el territorio de una de esas “rayadas calientes”, lo salvarían de su primer, terrible y súbita mordedura de víbora en medio del pantano “Azcatl”!
¿Cómo sucedió eso? Todo normal cuando paseaba por ahí. Caminando lentamente, moviendo primero toda clase de ramas para cerciorarse de que no hubiera víboras escondidas, los ojos bien abiertos. Después, un movimiento rápido: volteó y al instante vio la víbora abriendo las quijadas amenazadoramente, demasiado tarde para quedarse quieto y retiró velozmente el pié, dando un salto. Claro que había sido demasiado tarde, y los colmillos de la víbora de metro y medio se habían clavado en el tobillo de las botas, perforándolas y penetrando en la piel del pié.

Con el corazón a mil por hora trató de reacomodar la situación a su favor: había sido mordido por una víbora que, sino se equivocaba estaba entre las diez más venenosas de la localidad (45 minutos antes de las convulsiones, una hora antes de la muerte total. No era un pronóstico alentador), su jeep estaba a unos dos kilómetros de donde se encontraba (media hora de camino en el estado en que estaba), en el cual se encontraba un inhibidor de veneno (efectivo en un 75 por ciento de los casos, retardaba los efectos ponzoñosos hasta en media hora), 50 kilómetros desde el jeep hasta el lugar más cercano donde podían atenderlo (35, 40 minutos a 80 kilómetros por hora en un camino realmente malo.). Los cálculos y probabilidades estaban más o menos parejos, pero mientras no subiera su presión drásticamente y llegara el veneno más pronto al cerebro, mientras no tardara más de media hora arrastrándose entre la selva pantanosa mas bien tupida, mientras el inhibidor de veneno fuera efectivo en su caso y retardara por lo menos de 20 a 25 minutos, mientras el jeep subiera los 80 por hora, y mientras se apurara por que ya habían pasado tres minutos y el tiempo no iba a tener compasión de él…
Se imagino en un rally, o un acertijo contra tiempo. “¿Sería esto trampa?”, pensó mientras apretaba fuertemente las agujetas de sus botas “garantizadas” a modo de torniquete rápido. “Tendré que ir a reclamar a la tienda de que estas botas no impiden el paso de los colmillos de víbora… si salgo con vida”.
Comenzó a caminar cojeando un poco. Su velocidad era buena, de hecho, a esa velocidad podría alcanzar el jeep antes de los veinte minutos. Caminaba mientras veía lo mismo que había visto cuando llegó: El tronco gruesísimo de aquel árbol, la bolsa de papitas que algún turistilla había tirado por ahí, la planta rara media azulosa de la izquierda, el zapato de cuero negro sin tacón…
Comenzó a actuar el veneno en el pié. Primero era una especie de adormecimiento, luego evolucionó a una molestia local, después ya no tenía control del pie y al final comenzaba a dolerle. Una punzada potente, cada vez más fuerte. El veneno había entrado a torrente sanguíneo y comenzaba a afectarle el sistema nervioso. Comenzó a desesperarse. Aún le faltaba la mitad del camino y ya llevaba 10 minutos. A ese nuevo paso tendría que recuperar un poco de astucia que había perdido en la paranoia del veneno.
El adormecimiento avanzaba a la rodilla y el dolor crecía en intensidad. Se arrancó la playera y la hizo jirones. Se puso un torniquete –o algo parecido a un torniquete- un poco arriba de la rodilla. Con todo el dolor de su pie siguió avanzando, sus tropiezos eran cada vez más frecuentes y dolorosos. 15 minutos. Aún no había avanzado 500 metros cuando volvió a tropezar, pero esta vez fue definitivo. Su pie, ya sin control, se atoró en una raíz salida y al caer, creyó que se lo había roto al oir un débil crac. Lanzó un grito de dolor e impotencia.
Observó su pie con lágrimas en los ojos. Estaba doblado en extraña forma, por cierto no muy normal. Se lo había roto. “Bueno, por lo menos el dolor del veneno es mayor que el dolor de la fractura”, pensó lastimeramente. Entonces, requería más astucia. Tenía un miembro menos, llevaba 17 minutos y aún faltaba como tres cuartos de kilómetro. Tenía que pensar en algo rápido.
Recordó sus juegos de niño. ¿Eran las carretillas? Quien sabe, pero se puso a caminar con brazos y pies, de espalda al piso, con las manos por delante y con el tobillo roto doblado, para no irlo arrastrando. Se imaginó que la sangre comenzaría a correr más rápido, por el esfuerzo que implicaba el caminar así. El dolor comenzaba a desvanecerce del tobillo. Quizá ya se estaba entumiendo. Pero ahora el dolor había caminado a casi abajo de la rodilla. Metió la mano en sin fín de charcos y espinose inumerable veces. “Ya mero llego, ya mero llego”. Trataba de darse ánimos, pero estaba casi convencido de que no lo lograría. 24 minutos.
Por su posición no podía ver a dónde iba, y mucho menos podía esperar que su cabeza chocara contra la salpicadera del jeep. Suspiró aliviado. Estaba un poco mareado, y el dolor había emigrado al muslo. Rápidamente se paró, buscó en su maletín, sacó una ampolleta, y una jeringa. Vació el contenido de la ampolleta en la jeringa, se subió la manga, buscó la vena y se inyectó todo el líquido, prácticamente de un jalón. Se le formó una pequeña bola en el brazo, esperó un poco con el alma en un hilo, a que el antídoto se dispersara por todo el cuerpo, y a ver si haría efecto…
Pues el dolor había comenzado a ceder, se había calmado un poco, pero seguía lentamente escalando en su cuerpo. Oquei, aproximádamente tenía treinta minutos más de vida.
“¡Puta madre!”, gritó con todos sus pulmones. Las llaves, seguramente se le habían caído de la bolsa cuando caminaba con las manos en reversa. Buscó de nuevo, vació sus bolsillos a un lado del jeep y no encontró nada. Se calmó y trató de pensar fríamente. No podía regresar a buscarlas. Entonces encenderlo directo… ¿pero cómo? Habría que… ¡Pero que estúpido! Tenía llaves de repuesto por si las perdia, se las robaban o cualquier percance. Estaban sujetas al chasis con cinta aislante. Las arrancó y saltó al asiento, como alguien con un pie roto podría hacerlo. Ahora venía la parte interesante.
Desconectó la doble tracción: necesitaba velocidad y no potencia. Y tenía que aprender a manejar un estándar de tres pedales con un solo pie, en menos de seis segundos. Sobre la marcha. Encendió el vehículo, empujó su pie izquierdo a un lugar donde casi no estorbara y presionó el embrague con el derecho, mientras metía primera. Pero al soltar el pedal para empezar a acelerar, el jeep brincó para adelante y se apagó. No importa, ni había tiempo que perder. Repitió la operación y al querer acelerar, el carro brincaba y se apagaba. Bueno, esa no era la solución. Había que pensar en algo rápido. Ya iban seis minutos. No había bajadita como para arrancarlo en segunda y no podía empujarlo en esas condiciones.


“Vamos inventando algo”, se dijo con una sonrisa en la boca. Metió la la primera, puso el pie en el acelerador y se preparó a punto de darle la ignición al auto. “Solo espero que la marcha del jeep no sea tan chiquita”. Le dió la vuelta a la llave y el carro arrancó. Pero con primera puesta, el carro brincó hacia adelante y cayó, brincó de nuevo y cayó, brincó una vez más y fue entonces cuando hundió el pedal del acelerador. El chorro de gasolina en el carburador lo hizo reaccionar y el motor rugió, al momento de derraparse las llantas y salir disparado hacia adelante. Rápidamente soltó la llave y tomó el volante, metió segunda y rió a carcajadas. El viento que se sentía sobre el parabrisas, y el hecho de que había podido arrancar el auto, lo relajó lo suficiente como para olvidarse un segundo de su precaria sutuación. Botó la tercera, metió el clutch y también cuarta. Aceleró a fondo. Adelante se encontraba la parte mala del camino. Y apenas iba a setenta.
Forzó el motor y al entrar en la terracería, había alcanzado los ochenta y cinco. El carro brincó de un lado para otro bruscamente. Rebotaba en exceso y había veces en que parecía que había perdido el control del auto. Siguió avanzando, pero en un reojo, vio que la aguja marcaba apenas arriba de sesenta. Tanto brinco y rebote no le daban la velocidad requerida. Además, todo ese nerviosismo y stress, le habían aumentado la presión, y el dolor, aún leve, comenzaba a invadirle la pelvis, con cierto cosquilleo en el área abdominal. El reloj ya marcaba quince minutos y si había recorrido diez kilómetros a ese momento, era mucho.
Entre desesperación y tensión, sólo alcanzaba a pensar “Le voy a chingar toda la suspensión, y apenas le había cambiado amortiguadores la quincena pasada”. El velocímetro apenas por arriba de los sesenta por hora.
“Otro truco, a ver si funciona”, pensó y cargó un poco el jeep hacia su izquierda. Las llantas del lado izquierdo se subieron a la maleza que crecía a la orilla del camino y comenzaron a lanzar al aire miles de hojitas y bolitas con espinas. La estabilidad del todoterreno mejoró solo un poco. Las otras llantas aún rebotaban y brincaban en los charcos y baches. Probó acelerar un poco más y subió a setenta, poco antes de que comenzara a rebotar demasiado y la vibración lo sacase del camino. Tenía los brazos tensos y rígidos, no podía perder concentración en el camino y mucho menos el control del volante. Veintitres minutos y cruzaron la marca de los veinte kilómetros. Respiró aliviado. No quiso sacar cuentas de cuánto tiempo le iba a faltar.
El dolor ya había subido a la boca el estómago, y el cosquilleo estaba un su pecho. “Nomás falta que tenga el tiempo suficiente, pero que esta madre me provoque un paro cardiaco. O respiratorio.” Esperó un momento y no pasó nada. El dolor seguía, el cosquilleo también. No, no sentía nada anormal. De hecho, extrañamente nada. Observó sus pies, uno doblado extrañamente y el otro presionando el pedal del acelerador. La vista al frente, setenta por hora, veinticinco minutos, sus pies…
Tenía la duda rebotando en su cabeza. Y no se iba a quedar a gusto si no la despejaba. Como no quería dejar de acelerar, tuvo que hacer un sacrificio. Se hizo a la idea de que iba a arrojar su pie contra el pedal del clutch. Y le iba a doler bastante. Lo pensó y repasó, mientras seguía acelerando, las manos al volante y viendo la terracería. “Bueno, sin agua va. Unadostres…”
No pasó nada. No sintió dolor. Entonces era el veneno, que actuaba de anestésico. Pero no quedó conforme con la prueba. No lo había visto porque no podía despejar los ojos del camino. Tomó una decisión precipitada. Soltó el acelerador… Solo que tampoco sucedió nada. El jeep seguía avanzando a setenta por hora, y su pie seguía sobre el acelerador. Aterrado, comprendió todo de golpe. El veneno ya estaba atacando el sistema nervioso y le había inmovilizado de la cintura para abajo. El dolor ya estaba en el pecho y el cosquilleo entraba en sus brazos y hombros. Treinta y dos minutos y la marca de los treinta kilómetros. “Más adelante está la carretera”, pensó aliviado. Y efectivamente, allá se veía la cinta asfáltica. No había tiempo que perder. A los treinta y tres minutos tocó el asfalto, pero casi a sesenta por hora. El giro del volante fue brusco, las llantas chillaron horriblemente y el vehículo se sacudió por unos segundos, antes de tomar bien su carril.
Tenía ganas de vomitar. No había podido frenar porque sus piernas no le respondieron. Con una mano se empujó la pierna derecha y aceleró al máximo. Retomó el volante y se dio cuenta de que también sus manos comenzaban a sufrir el mismo efecto. Sus movimientos comenzaban a ser lentos, casi sin fuerza. Pensó una vez más. Sólo que ahora dependía del auto, ya que la carretera estaba desierta y aún faltaban quince kilómetros para llegar a la ciudad más próxima. Bueno, quizá a noventa y cinco por hora llegaba en menos de diez minutos. La ventaja es que la carretera no tenía curvas cerradas, si no my estilizadas y abiertas. No tenía la necesidad de bajar la velocidad. Aún cuando el todoterreno se inclinara estremecedoramente.
Los brazos se hacían más lentos, y con menos fuerza. El cosquilleo había alcanzado la punta de los dedos y comenzaba a subir por el cuello. El dolor avanzaba a los hombros. El manejar se volvía más difícil, tenía que tomar ambos carriles para dar las vueltas. Pero aún así, la carretera permanecía desierta. Hasta sus pensamientos se volvieron un poco lentos. Como que se adormecía.
Un claxonazo lo sacó de sus cavilaciones, y volteó para todos lados. Nada. Un destello en el retrovisor lo hizo mirar por el espejo. Un automovilista en un carro deportivo, rojo y descapotable le gritaba de cosas. Al parecer enfadado por la poca consideración que tenía al manejar. “Pendejo, manejo así porque me mordió una serpiente”, pensó mientras el convertible se deshacía en bocinazos y mentadas de madre. En una recta, en la que más o menos tomó un solo carril, lo rebasó, haciendo rugir los ocho cilindros de su deportivo y mostrando el dedo medio de la mano derecha. Solo hasta entonces se le ocurrió que el automovilista pudo haberle ayudado. Y el pretérito es correcto, porque el auto se perdía a lo lejos.
Las manos ya no le respondían, los ojos se le cerraban y el dolor ya había alcanzado la cabeza, pero ya era mínima la molestia. Su mente viajaba lentamente, pero por otros mares que no eran los de asfalto. Comenzó a pensar en incoherencias y estupideces. Comenzó a observar el paisaje, manejando el jeep a noventa por hora. Comenzó a cerrar más tiempo los ojos. Se le embotó la cabeza, se olvidó del hecho de que fuera manejando. Los brazos resbalaron del volante y cayeron en el asiento. Las llantas anchas del jeep comenzaron a devorar las líneas continuas de la división de carriles. El motor forzado a noventa por hora. La carretera desierta. Los ojos cada vez más cerrados. Una curva suave lo deja correr por la mitad de la carretera. Solitario. Pero él no se da cuenta de eso, sus ojos se han cerrado ya.



1997-2002
Colima, Col. - Cd. de México.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Una pequeña historia



Fue cuando estaba parado en alguna calle del centro. Ahí sucedió. Curiosamente esa calle estaba a oscuras. Iba caminando tranquilamente, estaba a punto de encender un cigarro. Me detuve a encenderlo y justo cuando la llama tocó el papel del cigarrillo, vi como se tornaba negro. Como se consumía. Y después, el humo. Cubrió mi cara y la alcé para evitar que ese humo me entrara en los ojos. Entonces sucedió.
Pude observar todas las estrellas. Todas y cada una de ellas. Y viendo el infinito, la totalidad del universo, esa grandeza… Me quedé ahí parado, como un loco, en esa banqueta, con gente pasando, con los autos echándome las altas. Estaba yo extasiado con la vista al cielo, sin parpadear, viendo las estrellas como hablaban, como platicaban sus historias. Y encontré algo que no andaba buscando. Ahí estaba, frente a mis ojos. Algo que quise en muchos años y jamás lo encontré. Y cuando menos lo espero, cuando no estaba pensando en eso, ahí aparece. Sonreí.
Sonreí hasta llenarme la boca. Miré mi cigarro y ya se había consumido. Tiré la colilla y comencé a caminar. Crucé una calle, dos calles, varias calles, varias avenidas. Caminé años y seguía sonriendo. Sonreía con mi soledad.

2 de Junio de 2002
Colima, Col.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Vientos de ciudad


—Vientos negros, viene el cambio —murmuró un viejo sucio y ebrio que estaba acostado sobre unos cartones señalando el cielo. Ricardo volteó al cielo por inercia. Las nubes le confirmaron la afirmación del anciano. Montones de nubes obscuras viajaban por la bóveda celeste a gran velocidad. Demasiado rápido. Estando parado sobre la banqueta de la avenida, de pronto sintió que era la tierra la que giraba muy rápido y que las nubes estaban estáticas. La sensación y su imaginación fueron tan reales que hasta se mareó. Trastabillando y bajando la vista pudo reaccionar. Volteó de nuevo al cielo y observó la carrera de nubes negras. Le dio unas monedas al viejo.
—Cómprese algo de comer —y siguió su camino.

La gabardina estaba abrochada hasta un poco arriba de las rodillas pero sentía que el aire se le colaba hasta la espalda. Caminaba despacio, entrecerrando los ojos para evitar que el volátil polvo se le metiera a los ojos y a la boca. Periódicos y bolsas de plástico rotas se cruzaban con él a gran velocidad, que a veces lo golpeaban sólo para seguirse de largo y perderse a sus espaldas. El viento, al que Ricardo caminada en contra, era el que arrojaba la basura por la calle. Carros viajaban por la avenida, ajenos al vendaval. Las pocas personas que transitaban esas aceras, lo hacían tratando de ponerse a cubierto de la lluvia de polvo y basura. Sólo Ricardo caminaba impasible, pensando que el clima estaba como él lo sentía. Gris. No quiso recordar lo de la noche anterior, pero ya estaba ahí, en su mente. Y el sentimiento de tristeza, desesperanza, impotencia... dando paso a la ira. Pateó con rabia una señal de tránsito, ésta vibró unos segundos y luego se calló, como burlándose de él. Ricardo enfureció más y procedió a patearla con ahínco. "Hasta la destrucción", pensó. Se encontraba en el proceso, cuando un destello de luz lo congeló. Impávido, escuchó inmediatamente una terrible explosión que cimbró la acera. Olvidando la señal de tránsito, miró al cielo. Múltiples rayos azules viajaban de nube a nube, violentas descargas eléctricas se preparaban para... otro destello y el suelo tembló una vez más.

Una gigantesca gota le bañó la frente. Fue entonces cuando decidió regresar a su casa. Sus pasos rápidos se confundían con el creciente golpeteo de la lluvia sobre el concreto. Decidió correr, sus tenis de lona no aguantarían mucho tiempo secos con aquellas enormes gotas de lluvia; y su segundo y último par de tenis estaban en casa de un amigo. Y corrió. Se sintió estúpido corriendo bajo la lluvia, con gabardina negra y tenis de tela. Corrió, saltando los charcos que ya empezaban a formarse sobre las calles. Charcos sucios, negros, poco profundos. Sonrió enigmáticamente, estaba describiendo su vida. Pero justo caía en un gran charco, mojando todos sus tenis, cuando recordó que no había nadie esperándolo en su casa. ¿Y el perro? Melvin era de ella, se lo había llevado consigo.

Maldijo su maldita suerte. Y parado sobre una pequeña inundación en la calle decidió ya no correr. Y caminó. Ya sus tenis escurrían agua sucia y su pelo mojaba su espalda. De pronto recordó al anciano ebrio. Lo quiso buscar, caminó un poco y encontró los cartones húmedos. Avanzó otro poco y lo encontró sentado en el poco espacio que dejaba un portón de madera bajo un pequeño techo. Lo miró largamente mientras el viejo, hecho un ovillo, tiritaba. El viejo pareció darse cuenta de que lo miraban después de un rato.
—El cambio de los vientos negros viene. El cambio es bueno —dijo el viejo. Ricardo no se fijó en ese bigote mal cuidado, ni en esas encías huérfanas de dientes. Fueron los ojos del viejo lo que le llamó la atención. Ojos sabios, ojos vivos. Pensó en el cruel destino. Ese hombre pudo haber sido empresario, taxista, accionista, obrero, doctor, pero un giro de la vida lo mandó a dormir a las banquetas. También pudo ser un vividor delincuente y tener lo que merecía. Alzó los hombros y emprendió su camino deteniéndose casi al instante.
Sacó un billete de su cartera y lo puso en el bolsillo de la gabardina. Se quitó la gabardina y la tendió al viejo. Él lo vio inexpresivamente, después la tomó con un tinte de sonrisa. Comenzó a balbucir algo mientras se cubría con la gabardina de las gruesas gotas de lluvia.
-¿Qué? —preguntó Ricardo que no lo alcanzó a escuchar. Nada, el viejo se había quedado dormido. Ricardo continuó con su camino bajo la lluvia. El resto de su ropa, que la lluvia no había tocado, se mojó al instante y sintió frío. Metió sus manos en los bolsillos del pantalón.
—El cambio es bueno —repitió al comenzar a tiritar. Inmediatamente arrojó ese pensamiento al bote de basura mental y eludió un charco que se ponía en su camino.



7-11 de Mayo de 1998.
Colima, Col.