lunes, 30 de junio de 2008

Perhaps a noise...



"Cuántas palabras, cuántas nomenclaturas para un mismo desconcierto. A veces me convenzo de que la estupidez se llama triángulo, de que ocho por ocho es la locura o un perro."
Julio Cortázar.

Sexo en primavera


El Cristo amaneció de cabeza. Marta se contrarió muchísimo, pero se subió sin zapatos a la cama y lo puso derecho. Asintió en forma de reto y salió muy contenta de la habitación, llevándose su bolsa de basura. Después barrió el resto de la casa: empezó por la habitación de a lado y terminó con la cocina. Limpió la mesa y lavó los platos y los vasos. Tuvo que tallar más fuerte el vaso de ella porque ese labial no se despegaba tan fácilmente. Trapeó mejor que otros días y hasta juntó la ropa sucia para lavarla más tarde.
Se dio un baño rápido y se puso un vestido con escote cuadrado y falda amplia, apenas por abajo de las rodillas. Se veía muy primaveral. Tomó el dinero que había dejado en el tocador cuando barrió y guardó el anillo de oro en el cajón de siempre.
Al salir tomó la bolsa de la basura y la puso en la esquina, después enfiló al mercado. Compró un kilo de casi todo, excepto de cilantro, perejil y ajos. Del cilantro y del perejil fueron cinco pesos ("un robo") por un manojito, y de la cabeza de ajo fueron como tres pesos. Se le perdieron diez pesos y el de las frutas le regaló un puñito de fresas porque "está usté muy chula, güerita". El queso subió dos pesos, un huevo se le estrelló cuando dos niños pasaron corriendo junto a ella y compró otra escoba porque la otra no limpiaba bien.
De regreso compró una botella de vino, ahora escogió blanco, y un litro de leche para el gatito que luego se asomaba a su casa y le limpiaba de ratones.
Guardó todo, preparó una comida frugal y luego se dispuso a lavar la ropa. A medio camino se arrepintió y "mejor la lavo mañana". Vio un poco de televisión, se adormiló un poco y a las siete saltó y corrió a bañarse.
Este fue un baño más lento, más a profundidad, más sensual. Tomaba el jabón y lo desplazaba lentamente por todas sus curvas, por todos sus recovecos mientras el agua corría cálida por su cuerpo. El olor del jabón de jazmín la enervaba y terminó masturbándose intensamente. Salió desnuda del baño y aún escurriendo. Solo tomó la toalla para secarse el pelo y así, desnuda comenzó a pintarse tranquilamente, maquillándose lo mejor y pacientemente que se podía. Para cuando terminó, su pelo estaba casi seco, su cara irradiaba vivacidad y su cuerpo destilaba sensualidad. Su ropa interior cabía fácilmente en una caja de cerillos y el vestido que escogió era mucho más provocativo que el de la mañana. Zapatos de tacón alto y una bolsa pequeña. Salió a la calle.
Pronto regresó a casa. Con esa figura y esa mirada, podía cautivar hasta el mismísimo Narciso. Pero quien la acompañaba ni remotamente se le acercaba. Era más bien moreno claro, un poco gordo, lampiño, ebrio y de modales muy lejos de un caballero. El preludio fue breve. No se acabaron el vino blanco, las velas quedaron encendidas y el queso no fue tocado cuando pasaron a la recámara.
Marta desabrochó su vestido por los hombros y dejó que resbalara por su cuerpo hasta sus tobillos. Sus zapatillas volaron diestramente, y el tipo se encargó de arrancarle el resto de la ropa al saltar sobre ella con los pantalones a las rodillas.
Ella sonreía, y él babea y mugía como vaca, queriendo quitarse los pantalones sin despegar las manos las nalgas de Marta y los labios de sus senos. Por fin se logró quitar toda la ropa (excepto los calcetines) y le penetró con una exclamación de gozo y triunfo. Sin abrir los ojos, comenzó a penetrarla consecutivamente, aproximándose cada vez más al orgasmo. Fue hasta que ella abrió los labios, enseñando los dientes, cuando el individuo se detuvo.
El hombre abrió los ojos desmesuradamente y gritó, al sentir que algo lo presionaba fuertemente en la base del pene. Era como si unos dientecillos alrededor de los labios vaginales lo estuvieran mordiendo, y tragando poco a poco. Gritó y trató de separarse de esa vagina andropófaga, pero la presión era muy fuerte. Veía horrorizado como ella gozaba viéndolo sufrir, desesperado, mientras era tragado por sus genitales. Pronto comenzó a entrar la cadera, y la cintura a la vagina. Estaba devorándolo todo.
Marta, con las piernas abiertas, veía como el hombre penetraba a sus entrañas, vía vagina, desesperado y horrorizado. Las piernas ya iban en las rodillas y se acercaba a los hombros. El hombre aún se resistía, pero era obvio quien ganaría esa batalla. Cuando casi estaba por tragarlo todo, le quitó los calcetines y, doblándose, le dio un beso en la frente al tipo que veía que sus esfuerzos habían sido en vano. Se lo comió entero.
Con la orilla de la sábana, se limpió la entrepierna y "que rico es coger" mientras se acomodaba de lado para disponerse a dormir. En medio de la cama.

20 de Febrero de 2004.
Xalapa, Veracruz.

lunes, 23 de junio de 2008

Instrucciones para ver el futuro


Existen varias formas de ver tu futuro, y una de las más sencillas es el método de la vela. Es fácil, y el proceso a continuación se describe:
El paso inicial es hacer la vela. Primero hay que escribir algunos de los hechos más representativos que le hayan sucedido a uno a lo largo de su vida. De los más graciosos, los más tristes, los más pasionales, los más dramáticos. Esto tiene que ser en hojas blancas y con pluma de tinta negra. Después se debe conseguir un poco de cera de Campeche, y curarse. El curamiento de la cera de Campeche consiste en “amasarla” por unos minutos, pero se debe hacer mientras se le platica, se le pregunta como está, se le cuenta chistes, anécdotas, se le habla como a un amigo de la infancia. Luego se consigue un pabilo, la mecha de la vela. Este se debe mascar al mismo tiempo que se amasa la cera de Campeche. Y por último, se toma la cera y el pabilo, se envuelven en las hojas escritas y se le da forma cilíndrica a la cera, cuidando que el pabilo quede dentro de la cera, y que las manos ya no vuelvan a tocar la cera. Solo se debe hacer con las hojas escritas.
El siguiente paso es ubicar la vela. Por las condiciones que presentan, generalmente, los baños en los hogares, es el sitio ideal para ubicar la vela. Sin embargo, el sitio más cómodo y relajante es una recámara. En esta recámara, se debe contar con un espejo lo suficientemente grande como para que la imagen reflejada abarque la totalidad de la vela. Se pone la vela entre el espejo y uno, cuidando que cuando se encienda la vela, el reflejo de la flama quede en la frente del reflejo de uno.
Y el último paso consiste en encenderla. Se debe hacer con cerillos, nunca con encendedor. Al momento de encenderla, comienza el conteo del cien al uno y se evita mover. Hay que tener cuidado al hacer la vela, ya que cuando se llegue al uno, la vela se debe acabar en ese instante. Esto más bien se logra con un poco de experiencia.
Si todo lo anterior se hizo bien, cuando se llegue al número uno, se verá entrar uno mismo a la habitación. Traerá en sus manos una vela idéntica a la que acaba uno de quemar y el que acaba de entrar (o sea, uno mismo) pondrá la vela en el exacto lugar donde estaba la otra. Tomará asiento exactamente donde está sentado uno, cuidando que la imagen de la llama quede en su frente, y la encenderá con unos cerillos. Comenzará a contar del uno al cien, sin moverse, y cuando llegue al cien, la vela se apagará. Aquí hay que tener cuidado de no moverse, ya que en cuanto el otro de uno encienda la vela se debe traslapar la imagen de uno con la de uno mismo (o sea, el otro) y mantenerse así, hasta que termine de contar y llegue a cien, al apagarse la vela. Es entonces que sucederá la translocación del espacio-tiempo y se comenzará a ver el futuro.
El otro se levantará y saldrá de la habitación. Ahí es cuando hay que seguirlo y ver que hace. El otro es uno mismo ya en el futuro y hará lo que haría uno. No hay de qué preocuparse, nadie podrá verlo a uno, verán al otro y serán el mismo. Solo hay un inconveniente: el otro seguirá en su vida, dormirá, irá a la escuela, al trabajo, se casará, tendrá hijos, se jubilará y morirá. En cambio uno, se quedará en ese limbo eterno, en ese espacio-tiempo que va desde que dijo uno al apagarse la vela, y el otro dijo cien, al apagarse la vela.

10 de Marzo de 2004.
México, D.F.

martes, 17 de junio de 2008

Tiempo en la Tierra


Era un día común para él, salir para la escuela y la rutina de siempre, ya sabes. En el micro va muy serio, viendo por la ventanilla como siempre y con un semblante de hastío, de resignación, de sobrevivencia. Ve cómo los compañeros de la escuela van subiendo al micro y se sientan, unos permanecen parados, platican. No conoce a nadie, nadie lo conoce; sin embargo se ven en la escuela. Él sigue viendo por la ventana cómo las personas, las casas, los carros pasan vertiginosamente y se quedan rezagados atrás, haciendo parecer que todo se mueve más lento allá atrás. Ve cómo un yeta da una vuelta prohibida, cómo un perro orina en una barda haciendo un charco diminuto, cómo el tiempo corre como ese joven que quiere subir al micro en movimiento y se le escapa de entre las manos como le sucede al chico... con la certeza de que tal vez el resto del día sería diferente si hubiera alcanzado, si hubiera podido, si hubiera logrado...
Una joven se sienta junto a él. Tendrá unos 22 años, tal vez menos, muy bella y muy bien formada, vistiendo un vestido blanco, muy elegante, vaporoso, pero que sensualmente le delinea sus curvas mujeriles. Lleva un clavel rojo carmesí en el pecho. Es blanca de piel, pero su pelo es negrísimo, al igual que sus ojos, pestañas y cejas, manos delgadas y finas, labios color rojo-del-clavel-en-el-pecho y la pintura de las uñas del mismo color. Está muy maquillada, con peinado de salón (o casi) y muy formal, como si fuera a una fiesta y ella fuera la festejada, pero ¿una fiesta en la mañana? Se ve muy bien. Sus curvas son firmes y su cintura reducida, muy reducida, dando la impresión que la chica se va a romper en cualquier momento. Todo en ella es armonía, excepto su mirada, que es profunda, triste, reveladora y con un brillo extraño, medio turbio y casi inexistente, hasta cierto punto lúgubre. No encaja con ella.
Él la ve que se sienta muy junto y al verle las piernas blancas y largas a través de la abertura del vestido hasta medio muslo, empieza a imaginar cosas, muchas cosas. Demasiadas, tal vez.
Ella se da cuenta que la mira y ella hace lo mismo con él, desde abajo, con los tenis maltratados y sucios, subiendo por los pantalones de mezclilla en las piernas, la cintura, la playera pintada del pecho, la incipiente manzana de Adán del cuello y la cara, con barba adolescente y acné. Él se inhibe porque ella está viendo que él, a su vez, le está viendo las piernas. Se sonroja y voltea la cara. La chica sonríe.
Llegan a la parada de la escuela y él espera que todos bajen para pararse y bajarse también. Empieza a pararse y a pedirle permiso a la chica, que le obstruye el paso hacia el pasillo, cuando la mano de ella se posa en su mano y lo detiene. Él se queda extrañado, viéndola, estando a la expectativa, en silencio, totalmente quieto mientras todos los alumnos bajan. El micro arranca y aún se le queda viendo sin pronunciar palabra, aún después de tres cuadras. Hasta que ella, por fin, sonríe, le suelta la mano, y desvía la mirada. Él se queda confuso pensando si bajar en ese momento e irse a la escuela caminando o quedarse en el micro, con la muchacha y ver que pasa. Y en lo que toma una decisión, la escuela ya quedó muy lejos y no le queda otra que tomar la otra opción, quedarse con ella (¿con ella?).

Ya casi esta vacío el micro después de 10 minutos y la chica se para tomándole la mano al chico, lo jala suavemente haciendo que se baje con ella. El chofer los mira por el espejo, al parecer disgustado. Se bajan los dos y callados caminan por entre las calles. Después de algunos pasos él pregunta: ¿Adónde vamos?, pero no recibe respuesta alguna. Siguen caminando, agarrados de la mano. El lugar es extraño: calles polvosas, ni un alma caminando por ahí, ni un ruido de ciudad, casas con la pintura cayéndose a pedazos, sin perros, sin autos, con el sol cayendo a plomo, y sólo dos árboles, uno en cada banqueta. Él nunca había estado por esos rumbos, hasta parece un pueblo fantasma y no una colonia alejada de su ciudad. Después de haber observado rápidamente toda la cuadra fantasma, frente a una casa de la derecha se detienen, ella busca algo entre su diminuta bolsa (¿traía bolsa en el micro?), saca unas llaves y entran.

La casa es sorprendente. No es del tamaño que por fuera aparenta. Es muy simple por fuera pero adentro cuenta con todos los lujos que uno nunca hubiera imaginado.
Hay una alfombra de piel de tigre, al parecer de Bengala por el enorme tamaño, en el centro del recibidor; las cortinas son de bordados chinos, blanquísimas; mas adelante hay un tapete persa sobre el entarimado de cedro rojo; también unos sofás muy grandes, lujosos y hasta góticos; una pintura famosa, seguramente una réplica, "Trigal con cuervos" de Van Gogh y a su derecha unas escaleras hacia arriba y otras hacia abajo. Extrañado, reflexiona: ¿hay segundo piso?, ¿hay sótano? La chica lo empuja sobre un sofá y le ordena, en tono seco: Espérame ahí. Y se dirige a las escaleras, las sube con paso rápido, llenando toda la estancia con los golpes de los zapatos de tacón. La voz de la chica, que al fin oye, le parece de lo más seductor, ágil, armoniosa, pero a la vez, inocente y firme. El chico está embelesado por la muchacha (tal vez 21 años) y cuando se queda solo empieza a pensar cómo llegó hasta allí.
No fue mi culpa (¿culpa?), ella me tomó de la mano y me trajo hasta aquí. Pues no la rechacé por que... por que... Si, me gusta mucho, pero es más grande que yo. Jajaja, como si ella fuera a... Mejor me voy antes que salga de donde quiera que esté. Si eso voy a hacer. Ya me voy, ya estoy saliendo...
Pero se queda donde está, viendo la casa semihipnotizado y totalmente inmóvil, casi sin respirar. Ve hacia la calle por un ventanal grandísimo y cristalino, dándose cuenta como contrasta la elegancia del interior de la casa con la sencillez y de las fachadas de las casas que están afuera. ¿Serán esas casas como ésta?
¿Nos vamos?, le dice la chica. Asustado por que no la oye venir voltea y la ve. Pero no es la misma con la que entró. Su vestido blanco, largo y elegante ya no lo lleva sobre el cuerpo, así como el clavel rojo, ahora solo viste una playera blanca muy ajustada que dice "A second place is always the first loser" en letras negras y difusas, unos yins color azul desgastado y unos tenis blancos, tirando a grises por el uso continuo. También su cara cambió radicalmente. Su pelo está suelto y es largo, llega a media espalda, su cara ya no lleva tanto maquillaje como hace rato y la hace ver más joven ¿19?. De hecho, sólo lleva un color rosado fuerte en los labios y muy poco delineador negro en los ojos. Su mirada es ahora lo más vistoso en ella, haciendo a un lado su figura y su porte, teniendo un brillo inusitado y mucha actividad, mirando a cada rincón de la casa. Su boca no sólo es unos labios delgados y seductores, ahora se dibuja una gran sonrisa y es eso lo que a él le hace decir: Vámonos.
En el camino nota que su estado de ánimo también cambió, por no decir su carácter. Ahora platica más cosas, se ríe, bromea y hasta brinca y corre. Él no comprende, primero callada y excesivamente elegante, ahora informal y muy platicadora. Bueno, que sea lo que ella quiera. Le propone ir a un café. Ella lo mira con un poco de extrañeza y picardía. ¿Un café? No, mejor vamos a un bar. Yo conozco uno muy chido, ponen buenas rolas y el ambiente esta cul.

El bar está por el centro de la ciudad, está en un segundo piso y casi a obscuras. Unas lamparas de luz negra iluminan la entrada, haciendo que fulgure fantasmagóricamente la blusa de la chica. Unas velas negras iluminan las mesas, en donde también hay ceniceros semiesféricos. En las paredes hay pósters de conciertos, de películas, de grandes músicos, pintores y directores fílmicos, los cuales son iluminados por diminutas lamparas, que no dejan escapar mas allá la luz. En el centro del local esta una barra, apenas iluminada y atendida por un muchacho.
Ella entra y se dirige directamente a una esquina, la más obscura del lugar, como si ya conociera a la perfección el camino. Él la sigue preguntándose a dónde entró. Se sienta y la mira a los ojos... ella hace lo mismo y se quedan inmóviles hasta que llega el chicobar y les pregunta que van a tomar. Yo un Cristal. Para mí lo mismo, por favor, dice él, por no saber que pedir. Ella sonríe mientras saca un cigarro largo de su bolsita (¿traía bolsita?), lo enciende con una llama diminuta de entre sus dedos y aspira larga y profundamente. Exhala y el humo sube en espiral, hacia el techo, muy lento, retorciéndose, anudándose, comprimiéndose y compactándose, retrocediendo y avanzando, evaporándose, desvaneciéndose, disipándose...
Voltea y ella sonríe mirándolo, se agacha y tira la ceniza aun sonriendo, le mira otra vez, apuntándole con sus pestañas larguísimas y ese brillo tan vivo. Él le pregunta su nombre y al instante ella deja de sonreír y se agacha, vuelve a agitar su mano, tirando una ceniza inexistente, y otra vez, y otra vez. Vuelve a inhalar del cigarro y exhala. El humo sube, se expande, se pierde. Puedes llamarme como más te guste. Pero, ¿cuál es tu nombre? No tengo nombre.

Se queda callado, mirándola fijamente como si quisiera sacarle el nombre con la mirada, pero ella está impasible y serena, también lo mira y le ofrece un cigarro. No, gracias, no fumo. Y voltea a ver al chicobar que ya les trae sus bebidas. Ella saca rápidamente de su bolsita un billete de 50 pesos y se lo entrega, el chicobar se retira y él se queda viendo al Cristal. Es un vaso de más o menos 400 ml, más alto que un refresco de lata, con el mismo grosor y totalmente transparente, el contenido también, como si no tuviera contenido el vaso, algo intangible, incorpóreo, invisible. Ella levanta el vaso y le sonríe a través de él, lo inclina y hace ademán de beber algo del vaso, o... ¿está bebiendo realmente? Él levanta su vaso y está pesado, tiene algo, ve la superficie de algún líquido dentro del vaso, lo huele pero no despide olor alguno. La puede ver que lo mira, sonriéndole con ternura.
Ya ha dejado su vaso y observa el lápiz labial rosa en la orilla del vaso, así como una línea apenas visible un poco mas abajo, denotando la presencia de algún líquido. Se anima a probar el Cristal, líquido transparente, diáfano... Lo prueba y su nombre describe su sabor, su nombre lo dice todo. No tiene sabor, es como beber cristal líquido, cruza la garganta suavemente, aun más que el agua misma y se vuelve intangible después de la garganta, se pierde dentro del cuerpo, se va...
Se vuelve todo tan vívido, tan luminoso, tan cegador que se extraña de sobremanera y solo reacciona entrecerrando los ojos. Alguien debió prender la luz, por eso se ve tan claro, por eso me he quedado casi ciego, pero ¿donde estoy?, esto no es el bar. Y no logra ver mas allá de la extensión de sus brazos por una neblina blanca que comienza a cubrirlo todo. ¡Miranda! ¿Por que Miranda? No me ha dicho su nombre. Está perdido, gira y voltea, pero la espesa niebla no permite ver muy lejos, es casi una nata, muy densa y rígida, no se puede mover con facilidad, se pone más densa y casi tiene que nadar, pero el agua esta fría, entumiéndole los brazos y piernas, no se puede mover. Sus movimientos se aletargan, se van haciendo más lentos. ¡Me congelo! ¡Miranda, ayúdame por favor! Ven, estoy por acá. Solo sigue mi voz. La voz suave hace que reaccione y empiece a nadar hacia una dirección pero, ¿es la correcta? Sigue nadando, la voz ya no se oye. Solo suena el chapoteo del agua, y éste se va haciendo mas leve, más suave. Él está dejando de nadar, se va dando por vencido, solo murmura algo inaudible, y queda boca arriba, murmurando, flotando.
El agua va tornándose rosa al mismo tiempo que la niebla se va dispersando. El agua cada vez más roja, hasta tomar un color sangre cuando la neblina ya no está. Flotando en el agua roja se encuentra acostado sobre una roca color sangre, con el sol iluminando su cara. Abre los ojos y ve el sol, lo cega, trata de evitarlo pero es muy fuerte, se para y agacha su cabeza. Pero se acuesta boca abajo inmediatamente, se da cuenta que la roca-sangre está en la cima del mundo, que es una columna con base en algún lugar, pero es solo un tiempo y un espacio. Se asoma al borde de la roca y sólo la nada. La Nada. Solo a lo lejos se ve otra columna de rocas-sangre, pero no hay nadie sobre ella. ¡Hola! Y el eco, angustiado como él, está presente. Se queda en un silencio estremecedor, realmente no hay ruido alguno. Ninguno. Espera, sí, hay uno. Es algo como galleta, como que cruje, que se desmorona. Pero no son galletas, aquí no hay galletas, es la roca color rojo. Se derrumba la columna de rocas rojas, lentamente por las orillas. ¡Auxilio! ¡Me caigo, sálvenme! Pero sólo el eco, mientras la columna se desmorona, se hace más delgada, trata de mantenerse en el centro, mientras las orillas se van perdiendo en el vacío, se las lleva el viento. No había viento. ¡Auxilio! Se hace más delgada la columna en la cima del mundo, cada vez menos espacio donde pararse. Y el viento, que cada vez es más fuerte, lo empuja, lo mueve, lo quiere tirar, y lo va a tirar, si no lo hace primero el derrumbe. Ya queda muy poca roca roja, ya no hay donde pararse y es cuando una fuertísima ráfaga de viento lo empuja y lo arroja al espacio, lo arrastra, lo lleva, lo pone a flotar, lo hace volar, y vuela... Ya esta volando sobre su ciudad, la reconoce, sus calles angostas, el olor pasivo, el verde de sus jardines, el color de sus edificios. El parque central, que bonito se ve desde arriba... ¿Donde estará el bar? Y vuela en dirección del bar... No vuela, planea, no necesita de esfuerzo alguno. Ve el bar y entra flotando, se dirige hacia la mesa de la esquina que hace unos momentos ocupó, ve a la chica, se sienta junto a ella, ella tiene un cigarro largo en la boca, aspira con fuerza, arroja el humo y el vaso, con la mitad de contenido, queda oculto momentáneamente entre el humo, el cenicero igual y su propio vaso, con líquido transparente, ya esta casi vacío. Ella sonríe.

¿A donde fuiste? ¿Qué, cómo sabes que me fui? No estabas aquí, supuse que estabas en otra parte, dime, ¿te gustó? No sé, me dio miedo... y se sorprende (¿se asusta?) que esas palabras salgan de su boca, él jamás aceptaría tener miedo. No te preocupes, yo también salí, pero no te encontré donde yo estaba, solo te oí, pero no te vi. ¿Cómo era donde tu estabas? Mmmh, pues era muy obscuro, no veía nada, pero se sentía vasto, enorme, no lograba imaginar donde acababa. Después me encontraba en el fondo de algún lugar, con eco, y rocas por todos lados, parecía un laberinto, muy tenebroso. No me dio miedo, pero sí alegría, como una especie de felicidad, de satisfacción, al no encontrarme en donde estoy, como si estar ahí fuera especial, como si mi destino fuera estar en ese lugar... me gustó. Como si no existiera la muerte, como si fuera una leyenda, como si fuera una puerta hacia algo, como un fin para iniciar algo, como el principio del final.

El vaso de cristal está vacío ahora, tiene un cigarro entre los dedos y el humo sale de su boca. Ella mira como sube el humo, como se dispersa. El humo aumenta, crece, despierta, se despereza y toma forma y colores, se mueve, juega con las luces y con las corrientes de aire que se cuelan desde la puerta... pero se calma, se entristece, se esfuma, se disipa y muere entre la colilla y el cenicero. Él la ve y también ella apaga su cigarro al tiempo que le pregunta que creía que no fumaba. Él alza los hombros en señal de “yo también” y salen del bar. Sin hablar, toman un taxi, ella pronuncia una dirección extraña y ve por la ventanilla izquierda, mientras él mira por la derecha. Siente que va rumbo a la escuela, viendo las personas, los coches, las señales, las casas pasar vertiginosamente hacia atrás, cómo todo parece ir mas lento cuando se queda allá atrás. Siente una mano sobre su mano y voltea. Ella lo cautiva con ese brillo de sus ojos, tan hipnótico, tan sublime, tan difuso... Él se acerca y la besa suavemente, ella responde con esa boca suave y cálida, como sus labios se unen y se frotan, una mano le roza la cara y le toma el cabello negrísimo, largo y pesado; la mano de ella hace lo mismo pero con el pelo diminuto, cortado casi al rape de él, parece cepillo, áspero y rígido, lo frota con fuerza y (casi) brusquedad.

El taxi se detiene, han llegado. Él se baja rápidamente para pagar el pasaje, pero en cuanto ella se baja, el auto arranca violentamente, dejando una nube de polvo alzado por las llantas al girar sin punto de apoyo sobre la tierra suelta. Se quedan parados a mitad de la calle mirándose mutuamente a través de la cortina de polvo, hasta que ésta desaparece y pueden verse claramente. Ella se dirige a la casa pero él se queda inmóvil, ella regresa, lo toma de la mano y lo jala hacia la casa. No opone resistencia pero tampoco se deja llevar fácilmente. Ella abre la puerta, entran los dos, lo jala hasta un sofá, lo suelta y sube las escaleras sin decir nada. Él se queda impasible a un lado del sofá y la ve subir sin hacer ruido con los tenis semiblancos. Alguna fuerza lo empuja suavemente hacia las escaleras y lo hace subir por donde hace unos segundos subió ella. Va caminando y respirando el aroma que deja ella al caminar, provocándole un suspiro, una alegría y una desesperación. Sigue el olor a través de un pasillo largo con muchas puertas, demasiadas, escoge una al azar y la abre.
¿Cómo saber si es la correcta? Pero es la correcta, y ella esta ahí, parada frente al espejo que refleja la imagen de él en la puerta, observándola justo cuando ella está a punto de quedarse totalmente desnuda. Desiste de quitarse la ínfima prenda blanca que es la única que le cubre alguna parte del cuerpo, en este caso la región púbica y lo mira a través del reflejo del espejo. Él la ve imperturbable. Es una diosa, la curvatura perfecta en cada una de sus partes, la tensión de la piel es exacta, la espalda es adornada por su largo pelo que le cubre la mitad y el resto se va angostando hasta terminar en una cintura delgada, para crecer de nuevo en sus redondas curvas de las caderas, las piernas son largas y perfectas. Ella voltea para verlo de frente. El vello que le alfombra el vientre es diminuto, casi imperceptible, los senos son firmes y llenos, sin llegar a ser grandes, el cambio de color de piel en ellos es rápido, fugaz y súbito, sus pezones empiezan a crecer, a endurecerse. Camina hacia ella y es ella la que se queda impávida. Él la toma del cuello y la besa largamente, ella no responde, esta temblando, pero inmóvil. La abraza y sus senos se aplastan contra su pecho, sigue temblando, cada vez mas perceptiblemente. Él se separa y la ve a los ojos, ella mira hacia otro lado, hacia un vacío entre el buró y la puerta del baño.

Él la forza a verlo a los ojos, pero casi inmediatamente se arrepiente, sus ojos lo queman, lo desnudan, lo perturban y lo matan lentamente. Desvía la mirada y tropieza con el espejo, que le muestra el marco de la puerta donde él estaba parado. Regresa para cerrar la puerta, mientras respira un poco aliviado de evitar esa mirada devastadora. La cierra y voltea recargándose en la puerta. La ve de nuevo, parada, prácticamente desnuda, mirando al suelo y temblando junto al espejo de cuerpo entero. Él se va quitando la ropa, despacio, con calma, hasta quedar completamente desnudo. Avanza hacia ella y ella se rehusa a verlo a los ojos, los clava cada vez más en la alfombra color pastel. Ya están juntos de nuevo, pero no lo ve y él no la toca. 3 minutos en completo silencio. La toma de la cintura, ella se estremece, sigue temblando y él comienza a quitarle la ultima prenda que ella lleva puesta. Bajando y cada vez más abajo, más abajo, y cuando llega a los tobillos, algo cruza el espacio entre él y ella, algo rápido, pequeño e incoloro. La voltea a ver y cae otra lágrima, ella llora y tiembla en silencio. Se para y le levanta la cara para que lo vea directo a los ojos. Esos ojos negros le quieren decir algo, le quieren decir su nombre, le quieren decir que era el Cristal, le quieren decir por qué lo escogió a él, le quieren decir por qué la casa parece más grande por dentro, le quieren decir a donde llevan las escaleras hacia abajo, le quieren decir por qué el taxista no les cobró, le quieren decir por qué el vestido blanco y vaporoso, le quieren decir la verdad, le quieren decir tantas cosas… Pero las lágrimas lo ocultan y él no puede, no quiere o simplemente, no se da cuenta de la importancia que tienen esos ojos negros, brillantes y llorosos. La toma de la mano y la lleva hacia la cama, ella, dócil, se deja llevar y se acuesta en la cama. Tiembla aún.
Él la besa en la frente, en la sien, en las mejillas, en la boca, el cuello, los hombros, los brazos, las muñecas, las manos, las manos, las muñecas, los brazos, los senos, el vientre, la cintura, el pubis, los muslos, las rodillas, las pantorrillas, los tobillos, los pies, los pies... Ella ya no tiembla, él la acaricia, suave, despacio, cálidamente por todo el cuerpo. La besa en la boca, ella se queda quieta unos segundos, pero luego le responde el beso y lo abraza, lo atrae hacia ella, lo cubre con su cuerpo, lo besa en la frente, en la sien, en las mejillas...

Despierta y ella lo está mirando con una sonrisa en los labios y un cigarro entre los dedos. Él la besa largamente, largo tiempo, todo el resto del cigarro. Ella se levanta y se encierra en el baño, con seguro. Él decide quedarse en la cama al oír el seguro. 15 minutos. Ella sale con el vestido blanco, largo y vaporoso con el que la vio por primera vez en el micro, con el mismo peinado y el mismo maquillaje, muy elegante, solo que también con la misma mirada, seca, impávida, sin brillo, lúgubre, profunda. Le quiere preguntar por qué, le quiere preguntar quien, le quiere preguntar tantísimas cosas pero algo lo detiene (¿acaso esos terribles y tristes ojos?), desiste de su idea y se viste en silencio, mientras ella lo espera en el quicio de la puerta. Termina de vestirse y ella va escaleras abajo, él la sigue como autómata, llegan a la sala, salen a la calle y ahí esta un taxi esperando, con motor encendido. Ella abre la puerta y lo espera parada junto al taxi, él no comprende de momento, hasta que a ella le brota una lagrima, negra por el maquillaje. Claro, la despedida. Él no quiere subirse solo y dejarla ahí, con su sufrimiento, se lo dice, le pide quedarse con ella, le pide que lo acompañe a su casa, encontrarán la forma de arreglar esa situación, juntos lo lograrán... pero ya está arriba del taxi, solo. No me busques, no me encontrarás, le dice y lo besa rápidamente, casi con temor. Cierra de un portazo, el taxi arranca violentamente y las llantas, al girar sin punto de apoyo sobre la tierra suelta, dejan una cortina de polvo, como neblina, que oculta progresivamente el pasado. Él se voltea para verla alejarse de su vida tan repentina y extraordinariamente como llegó, pero solo logra ver su silueta a través de la cortina de polvo, de la neblina. Se la imagina sacando un pañuelo de su diminuta bolsa (¿traía bolsa?), limpiándose la lágrima llena de maquillaje y regresando a su actitud impávida que tenia cuando la encontró en el micro.
Pero ya han llegado a su casa (¿cómo supo donde vivo?), se baja del coche, tambaleante, para pagar el importe del viaje pero el taxi arranca violentamente, dejando otra cortina de polvo, haciéndole saltar las lagrimas al recordar a la chica del vestido blanco y vaporoso.


Al día siguiente no va a la escuela, toma un taxi y le guía hasta donde estaba la casa, sólo para confirmar lo que sospechaba desde la víspera. No existe la casa, sólo es un lote baldío. Le guía hasta el bar donde fueron el día anterior, con una pequeñísima esperanza, que se esfuma al advertir que no es un bar, es una biblioteca y además es de un solo piso. El taxista lo mira con desconfianza. Él solo murmura: La he perdido, y el taxista parece comprender de inmediato, soltando un: ¡Mujeres!
Él le pide que lo lleve a su escuela, como parada definitiva. En el trayecto, él sólo va viendo por la ventana cómo los coches, las personas, las casas, los postes, los semáforos pasan vertiginosamente y se quedan allá atrás, haciendo parecer que todo se mueve más lento allá atrás.



Noviembre-Diciembre 1997.
Colima, Col.

martes, 10 de junio de 2008

Mariana



—Sí, bebo para olvidar. Sabe, cuando oía decir a los borrachines que bebían para olvidar, creía que no soportaban la vida, que eran débiles de carácter, que no podían hacerle frente al destino, que eran perdedores. Pero ahora me veo en la misma situación, en una cantina barata, sentado en la barra, bebiendo mi quinto tequila y platicando mi desgracia con un absoluto desconocido. No, no lo tome a mal, pero es la verdad. Me es Ud. absolutamente desconocido. Me es difícil de aceptar mi situación.
Ahorita debería estar en mi casa, con mi esposa y mis hijos. Sí, se llama Jimena. Es bellísima, muy lista y grandiosa amante. Mis hijos son inquietos, activos, unos diablillos. Mi trabajo es bueno, buen sueldo y hace un mes me ascendieron a Director General de Investigaciones. Soy la mano derecha de la mano derecha del presidente de la compañía. Sí, bastante afortunado.
Ya se lo dije. Estoy aquí para olvidar... No sabría como explicárselo. No, ella no lo entendería. Lío de faldas, sabe. Tendría que contarlo desde el principio.
Cursé la primaria imperceptiblemente, en otro estado. Era yo el niño huraño e invisible que existe en los rincones del salón. El que nunca levanta la mano, el que nunca habla, el que nunca juega. Era muy cerrado con mis compañeros. Me atrevo a decir que nunca tuve amigos en esos tiempos. Sin embargo, había algo por lo que valía la pena salir del anonimato. Ella. Era mi contraparte. Chica lista, bella, activa y muy sociable. Todos los maestros la consideraban la alumna modelo. Yo la amaba en secreto. El día de la graduación, la invité, con todos mis temores a cuestas, a bailar. Ella aceptó y esa noche fue una de las mejores. Pulimos el piso hasta la una de la mañana. Y no supe de ella los ocho años siguientes.
Ya estaba yo en la carrera. Me fui a estudiar a otro estado, por que en el mío no estaba la carrera que elegí. Cambié mucho desde la primaria. En ese entonces era muy fiestero, muy amigable, me llevaba bien con todos. Un amigo de la facultad me invitó a una fiesta de conocidos. Un viernes, lo recuerdo bien. Frío, lúgubre, pero con un aroma que invitaba a salir corriendo a las calles. Bailamos con unas amigas de mi cuate y casi cuando salíamos, la vi. ¿Qué probabilidades había de que dos personas que se conocen, se encuentren en una ciudad diferente, después de ocho años de no cruzar palabra? No muchas, según creo.
Estaba hermosa, el pelo suelto, ojos negros y brillantes, boca sensual, figura perfecta y la mirada más penetrante que haya conocido jamás. La saludé creyendo que no me reconocería. Estaba en un error. Me saludó como si fuéramos viejos amigos, más que eso, como si fuéramos hermanos que no se han visto en años. Por fortuna, un pariente me había prestado su coche y la lleve a su casa. Cuando nos despedimos frente a su casa, me besó cálidamente. Me enamoré en ese instante. Al día siguiente no fui a la escuela. Fui a su casa y me senté en la acera de enfrente dispuesto a interceptarla cuando saliera. Al mes, ya éramos novios. Aún ahora, no dejo de disculparme con mi amigo por hacerlo caminar hasta su casa.
El sueño duró seis meses. Yo la amaba realmente. Ella decía lo mismo. Fue medio año de tórrido romance. Le escribía poemas, le escribía cartas, le mandaba flores, serenata y todo lo que un hombre enamorado puede hacer. Rentamos un departamento. Ahí pasábamos nuestros ratos de intimidad, nuestros momentos de amor. Incluso llegamos a pensar en vivir juntos. Ella fue mi primera experiencia sexual. Antes de eso, solo conocía de sexo por las películas, pláticas de amigos, revistas. Ella era una experta en el arte de amar. Me abrió las puertas, me enseñó los máximos secretos femeninos. Fue mi gurú en el amor.
Claro, todos los sueños terminan. Uno despierta con una sonrisa en la boca, sintiendo nostalgia por el sueño pasado. Pero un sueño así, es doloroso. Estuve en un estado de trastorno mental casi dos días, todo un fin de semana, en una especie de limbo temporal. La había perdido, la encontré solo para perderla otra vez. Decidí bloquear el pasado. Al regresar a la escuela, me enfrasqué en el estudio. Eso me ayudó mucho, pues durante los seis meses que estuve con ella, descuidé mucho la escuela, solo hasta que regresé me di cuenta que tenía tres materias reprobadas. Pero el resto de la carrera no pensé en otra cosa que no fueran libros, investigadores y biblioteca. Al egresar, ya no tenía mas dolor. Y para terminar de olvidar, acepté una oferta de trabajo aquí. Lejos de la ciudad que me vio nacer y más lejos de la que me vio amar.
Claro que sí. La que ahora es mi esposa me robó el corazón pocos años después de eso. Pero hace un mes, mi mente se volvió un torbellino, gigantesco, y crecía a cada instante. Era como si mis recuerdos y pensamientos se estuvieran borrando, se fueran con el remolido devastador. Sí, por eso frecuento cantinas desde hace un mes. Para olvidar lo que el torbellino olvidó quitarme: el dolor. Exactamente hace un mes.
Estaba yo mostrándole la ciudad a unos inversionistas japoneses que planeaban invertir en nuestra compañía. Los llevé a los restaurantes más caros, a los sitios de interés, los museos. Ya entrada la noche, se me ocurrió que siendo hombres de negocios, les gustaría divertirse un rato. Los llevé a la zona de cabarets. Entramos a varios negocios donde las chicas hacían estrip-tis y ya cerca de las tres de la madrugada, estabamos casi borrachos y perdidos. Los japoneses cantaban a todo pulmón canciones incomprensibles, imaginé que eran de su terruño. Llegamos a una esquina donde había muchas mujeres, prostitutas todas ellas. Comenzaron a vendernos sus cuerpos. A los japoneses les llamó la atención una chica alta, trigueña, de pelo negro y bastante atractiva, a todas luces mexicana. Yo clavé la mirada en una mujer recargada en la pared, fumando y sin hacer nada por ganar algún dinero que seguramente le exigiría su padrote al final de la noche. Me pareció conocida y me acerqué para verla mejor.
Sí, adivinó. Era Ella. Cuando me acerqué lo suficiente, volteó a verme, palideció terriblemente y tartamudeó un hola. Imagino que lo mismo me pasó a mí. Trató de ser indiferente a la situación en que estaba, me preguntó, estúpidamente, sobre la escuela, mi vida, si trabajaba y trivialidades. Yo solo respondía con monosílabos, con movimientos de cabeza y con ruidos bucales. Guardó silencio cuando le pregunté por qué.
¿Quién? Ah, ellos. Nunca supe que fue de los mentados japoneses. Según me contaron, se divirtieron muchísimo esa noche. Mi jefe me dijo que los metieron al bote por andar con una prostituta bebiendo en vía pública, los liberaron por ser extranjeros y no hablar un carajo de español, los asaltaron frente a la comandancia, se perdieron en el metro a las seis de la mañana, etc., y que se divirtieron como nunca en su vida. Esa noche fue la que me proporcionó el ascenso y el aumento de sueldo.
Pero de ella, solo recuerdo su cara pintarrajeada. No pude recordar en ese momento la sobriedad con la que se había puesto unas ligeras sombras el día de la fiesta. Y el cigarro en sus manos. Ella había declarado una guerra al cigarro y el alcohol unos años antes. No pudo responder a mi pregunta, solo tartamudeaba y trataba de hacerme recordar las noches que pasábamos juntos, ajenos de todo el mundo. Pero yo solo miraba impávido la profundidad de sus ojos negros, un color que ni el tiempo ni el cigarro podían deteriorar.
Y de un momento a otro, reaccioné. Le pedí que me besara en ese instante, que me amara como en nuestros tiempos, que huyera conmigo, que dejara su vida como yo dejaría la mía. Todo por el amor. Ella, cabizbaja, solo movía negativamente la cabeza y se repetía no, no. Me hinqué y se lo pedí por lo que fuimos una vez, por el destino, que hizo que dos personas se encontraran años después de no verse, en una ciudad distinta cada vez. Cuando me miró, me dijo: “No puedo, mi vida no lleva ese camino, no soy una esposa, no puedo ser una esposa, lo pensé durante muchos años. Cuando hablaste de vivir juntos, creí que sería lo mejor, pero me di cuenta a tiempo. No puedo ir contigo.” Esas fueron sus exactas palabras. Y dicho esto, se acercó a la ventanilla de un carro que se detuvo ahí, dialogó algo rápidamente y subió sin preámbulos. Yo, petrificado, vi las luces rojas del carro alejarse, confundirse con otras, perderse en la obscuridad, apagarse. No supe cuanto tiempo me quede debajo de ese poste del alumbrado público, pero cuando el sol me dio de lleno en la cara, me senté en la banqueta y lloré como nunca en mi vida.



Marzo de 1998.
Colima, Col.