domingo, 22 de febrero de 2009

Día de perros



Que a pesar de ir caminando, observaba casi con interés infantil todas las cosas que se le cruzaban en el camino, y otros que no se le cruzaban tanto. Pero además, la cabeza le daba vueltas en todo sentido: escrutiñaba una forma más barata y práctica de sacarle el jugo a la piña, la vía más rápida de ir de Metro Chabacano a Periférico, el hecho de que casi todos los árboles que veía estaban torcidos y raquíticos, el exorbitante número de perros callejeros que había en la colonia San Rafael, a comparación de otras colonias… Aunque aún no sabía a ciencia cierta para qué quería el jugo de la piña, ir de Chabacano al Peri, y los consecutivos etcéteras. Solo la idea de darle vueltas a otras ideas lo mantenían bastante ocupado, sin que por ello dejara de fijarse en las calles, a ver si pasaba o si los coches que se le venían encima iban con la velocidad adecuada para que él pudiera pasar sin problemas. O en los semáforos que, curiosos, se veía un monito caminando en verde, y una cuenta regresiva que le avisaba que faltaban 16 segundos para que se pusiera el alto y dejaran de pasar los peatones… o lo hicieran más de prisa como el señor de gorra azul. Seguro que es de un equipo de futbol, pensó. Pero se equivocó, ya que la gorra era de la cementera Apasco, muy en contrario a su política de no usar el color azul, por la marca competencia que tenía ya mucho tiempo en el país. Eso y que los tenis casi se le estaban derritiendo en el asfalto hirviente de la una de la tarde. Si apenas ayer estaba tan nublado, que no había podido usar sus lentes oscuros, además de que casi todos los negocios estaban con las luces prendidas, como aquel videoclub que atendiendo a la neurosis del gerente, además de prender las luces y apagar el aire acondicionado, había encendido la calefacción. El clima era casi tropical adentro.

Y ahora el clima era casi tropical en todos lados. Pequeñas gotas de sudor comenzaban a formarse en su frente y en la punta de su nariz. Haciendo bizcos podía ver pequeños brillos en la punta de su nariz, pero tenía que dejar de hacerlos para fijarse dónde ponía los pies y no fuera a patear al pequinés de la señora gorda de vestido floreado, que por otra parte, la señora ni se hubiera dado cuenta, y el pequeño perro seguramente habría perecido bajo sus pasos grandes y rápidos. Pero se habría hecho más basura solo por pisar un perro, pensó. Imaginó todo el proceso de desecho y de reciclaje del perro, a sabiendas de que a lo mejor no todo el perro podría ser reciclado. Tal vez la señora lo quiera disecar y tenerlo en la mesita de centro de su sala, para que en esas tardes de cafecito con sus amigas señoras gordas pudieran recordarlo y acariciarlo cada vez que una de ellas se adelantara un poco para agarrar una galletita (de fibra dietética) o su tacita de café (con sacarina).

Por supuesto, siempre había esa posibilidad de que la banqueta contara con un poco de sombra de los raquíticos árboles que momentos antes dudaba de su morfología, o de algún edificio caritativo que tuvo a bien el crecer tanto, sabiendo de antemano que es una zona altamente sísmica y que de un momento a otro, cuando no suene la alarma sísmica y cuando menos uno se lo espere (aunque habría que preguntarse si alguna vez uno estaría al pendiente de algún sismo), caería estrepitosamente, aplastando con varias toneladas de concreto varios coches, transeúntes y algún que otro cantante de rock. Que por otro lado, se volverían leyendas a temprana edad, y siempre que las grandes disqueras que días antes se hubieran reído de ellos y sus propuestas artísticas, ahora estarían ávidos de hincarle el diente a sus grabaciones y a un contrato de cesión de derechos con la viuda, el huérfano, el etcétera que pudiera darles el sí y en consecuencia, una explotación ilimitada de las canciones del que murió bajo los escombros del gran edificio que ahora le está dando sombra.

Lástima. Todo acaba, hasta la sombra de ese viejo edificio, y el rojo del semáforo. Total, que esperar nunca ha matado a nadie, pero mejor era no arriesgarse y seguir caminando, aunque fuera en sentido contrario. Que el chiste era jamás detenerse, proseguir y si un alto le marcaba el ídem, pues girar un poco y seguir por la banqueta en línea paralela, hasta que se detuvieran los nissan y los chevrolet para poder cruzar a la otra acera. ¿Realmente quería cruzar a la otra acera? Nunca entendió por qué la gallina cruzó el camino. Y eso que Gonzo estuvo varios días diciéndoselo desde el tubo de rayos catódicos. Aunque a media caricatura le llamaran a comer, y el cinturón de su papá amenazara con volar presto a sus nalgas en caso de tardarse más de un segundo después del llamado de su madre a la mesa.

Rutinas de rutinas. Pero de todos modos no estaba tan mal. Era un poco predecible (así como el verde después del rojo, y el amarillo después del verde que palpita como corazón enamorado) la hora de la comida. Tortillas por allá, pásame la sal, no quiero verduras, etcétera tampoco, etcétera. Comidas en silencio y sonidos de cuchara golpeando el fondo del plato hondo. Un sonido hasta cierto punto molesto, pero que en casa podría tratarse de un cumplido, por ese afán y la forma tan emotiva e intensa que tenían de producirlo. Pero eso sí, no podían hacer el de sorber la sopita de la cuchara, porque el sacrosanto padre poníase como energúmeno preguntando (aunque por el volumen de voz y la amenazadora mano cerca de la hebilla afirmaba) si es que no tenían buenos modales, que qué se les había enseñado en esa casa si no a ser personas de provecho y la observancia de los buenos modales. Recuerda aún el diente de leche que salió volando hacia las cacerolas cuando un bofetón de su padre le dio a entender que él estaba exento de la ambigua regla de sorber la sopa cuando intentó hacerle ver su falta. Más tarde comprendió que no debía tratar de corregir a su padre, solo que esa vez no hubo pérdida dental, tal vez por la situación de que ya no eran dientes de leche.

Aún así, momentos malos y momentos buenos no se comparaban con el actual. Su caminada consecutiva, pronto lo harían volver al punto de partida, porque ya era dos los semáforos que no le dejaban pasar. Esa camioneta también había hecho lo suyo y mejor ni hablar de los micros, que cada vez estaba más locos y hasta uno creería que pronto serían conducidos por gorilas pequeños que no soltaran mucho pelo y supieran decir buenas tardes. Idea que no estaba del todo descabellada. Habría más empleos para gorilas pequeños. Y los gorilas grandes bien podían descansar e irse a ver todos los partidos en el Azteca. Podría poner su tinglado de plátanos en Huipulco… Seguro se haría rico en poco tiempo, pero eso de lidiar con gente que no entiende razones, no terminaba de agradarle mucho. Pero era eso, o ganarse el Melate un día de estos. Tendría que comparar los últimos cien premios, aunque así ya de entrada, había visto que se daban más los números pares que los impares (¿Será porque la gente tiende a creer que los números cabalísticos o de la suerte son los impares?), y que siempre un número tenía un consecutivo inmediato. Eso era muy extraño en una serie aleatoria de siete números de cuarenta posibles. El cuatro (por G.G.M.), el siete y el ocho le parecían buena idea de números consecutivos, el 16, el 23, el 31, y el adicional 38.
No, no terminaban de convencerlo esos números. Cambiaría el 23 por otro… aunque aún no sabía muy bien por cual. A lo mejor el tira que estaba pitando como desesperado y que realmente los automovilistas no le hacían el menor caso tendría la respuesta. Pasó junto a él, pero el numero de su placa se veía muy borroso y solo alcanzó a ver (creyó que vio) un ocho. Pero ese número ya estaba. Así que mejor lo puso a la mitad, pero el cuatro también ya estaba. Decidió partirlo en otros factores: estaban el cinco y el tres, el seis y el dos, y el siete y el uno. El uno le pareció poco probable, además de que el siete ya estaba. El cinco y el tres daban 53, y el Melate solo manejaba cuarenta números, así que los invirtió. Sertyatneucnic, pensó, pero supuso que ese número no existiría. Lo cambió al 35, pero ese número tenía otros dos de la misma decena: el 31 y el 38. Tomó el seis y el dos, pero eso daba 62. Los cambió de lugar, y el 26 le pareció mejor número. Par. ¡Perfecto! Ahora solo tenía que comprar una boleta, marcar los números y esperar un par de días para ganarse el premio gordo.

Obvió la parte difícil: pagar por la boleta. Quince pesos no era mucho, pero seguro que no traería esa cantidad en el bolsillo. Y para quitarse de dudas metió la mano al bolsillo y buscó su dinero. No le extrañaba ya que no trajera dinero. Lo que sí le extrañó fue la causa de esa tan desafortunada circunstancia. Sus dedos hurgaron un poco más y pudo sentir el calor que desprendía la piel de su pierna. De hecho, pudo sentir su pierna. Un agujero en el bolsillo no sería tan desagradable en otro momento, pero resultaba que precisamente en único dinero que tenía eran las cuatro o cinco monedas que en algún momento se habían escurrido por el agujero, como agüita en la coladera del baño, que se lleva hasta la espuma sucia que recorre y cae del cuerpo cuando se baña. ¿Por qué no sentí cuando se me cayeron?, se preguntó inútilmente. Volvió sobre sus pasos a ver si de casualidad habría alguna moneda aún por ahí, huérfana sobre el asfalto, para protegerla y cuidarla durante su trayecto a casa, que seguramente sería a pie, porque había mucha gente, y alguien ávido de una pequeña fortuna que podría representar una moneda de cinco pesos, ya se le habría adelantado.

¿Qué se podría comprar con cinco pesos? Esa moneda niquelada en esos momentos le podría comprar tranquilidad, satisfacción, alegría y como hora y media de tiempo, que sería lo que tardaría de más, el hacer caminando el recorrido a su casa, en vez de tomar el micro. Tendría que empezar de una vez, para alcanzar a llegar a comer, que luego se levantaba la mesa y si no llegaba a tiempo, era posible que no le alcanzara para un plato. Las hienas de sus hermanos estaban al acecho a toda hora. Habría que ponerles un bozal para que no se atascaran con su comida. En resumen, esos cinco pesos podrían comprarle más de lo que decía el valor nominal al lado de la cara de… Pero no, las monedas de cinco pesos no tenían la cara de nadie. Solo un $ y un cinco. Aburridas las monedas, pues.
Esos cinco pesos podrían comprarle tres cigarros, que ahora por la frustración de haber perdido el dinero, se le antojaba fumar con rabia. Sin embargo, de tener esos cinco pesos para cigarros, seguro los habría aprovechado para irse en micro, ya no se hubiera sentido tan frustrado y no habría necesidad de comprar cigarros que serían fumados rabiosamente. Paradojas nicotínicas. Seguro que de haber sabido, se hubiera comprado esos cigarros antes de perder el dinero. Seguro que de haber sabido, se habría puesto el cambio en la otra bolsa del pantalón. Sus ideas elementales y de sentido común le estaban creando un complejo de estúpido cada vez más grande. Así que decidió no pensar… Pero no era tan sencillo: ¿no pensando se quitaba el complejo de estupidez? ¿No era eso una paradoja? Deseó cinco pesos… O tres cigarros, lo que sucediera primero.

Le daba mucha vergüenza, pero era lo único que podía hacer si quería obtener un poco de dinero. Bueno, también estaba la otra opción de pedir dinero, pero seguro que no le darían nada, porque no estaba tan mal vestido y sus ropas se veían limpias. Esos prejuicios de la gente que cree que la gente pobre a fuerzas tiene que mostrar mugre en sus ropas. ¡Que país!, dijo recordando a un autor leído hace años en la biblioteca pública que estaba a seis cuadras de su casa, y que eran las protectoras de las innumerables pintas que hacía en la secundaria. ¿Qué adolescente en su sano juicio se metía en una biblioteca cuando se iba de pinta? El mismo que ahora estaba vendiendo un par de boletos del metro a los usuarios que llegaban corriendo a las taquillas. Todos lo miraban con desconfianza y preferían ir a hacer cola a las taquillas, que comprarle boletos (tal vez piratas) a un muchacho con esos pelos. Ni modo, tuvo que recurrir a la vieja artimaña: talonear a las chavitas. No era muy guapo, pero seguro que una chica lo miraría a la cara por lo menos una vez, que un cabrón que seguro le diría ahorita no, al tratar de venderle los boletos. Solo tenía dos boletos: el de ida y el de regreso. Cuatro pesos… o menos si tenía que malbaratarlos.
Hizo la lucha solo unos minutos, y una señorita, más de a fuerzas que de ganas y conmovida por la cara de perrito que hizo, accedió a comprarlos. Tenía la vaga sensación de que eran falsos, pero él se quedó con ella hasta que cruzó el torniquete sin problemas. Sonrió y ella le devolvió la sonrisa.

Ahora tenía cuatro pesos. Ahora podría irse caminando, y fumar un par de cigarros en el camino.

24 de Septiembre de 2005.
México, D.F.

domingo, 15 de febrero de 2009

Retorno



Y precisamente cuando creí que todo había pasado; cuando pensé que ya todo había quedado atrás; cuando aseguraba que todo había muerto regresas tú, de entre las tumbas, de entre los muertos, de entre los infiernos y volteas a verme con esos ojos cristalinos, de vidas pasadas y recuerdos marchitos.
Volteas a verme y con tus ojos obscuros destruyes todos mis colores, poniéndome en esta catarsis de tonalidades de blanco, que para mis ojos son todos el mismo.

Llegas derrumbando puentes y aferrándote a mi con uñas que desgarran la piel. Llegas con los ojos cansados y secos, los brazos caídos y el cabello revuelto.
Sin embargo, llegas con el brillo en los ojos, esos labios rojos en sonrisa eterna y el futuro sobre los hombros.
Y sobre todas las cosas, sobre todos los escombros estas tu.



14 de Marzo de 2001.
México, D.F.

domingo, 8 de febrero de 2009

Perhaps a noise...




"Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo."


José Ortega y Gasset

domingo, 1 de febrero de 2009

La isla



Despiértame cuando todo esto acabe. Déjame dormir este sueño. Déjame soñar este sentir que tengo por ti. Déjame sentir esta maravillosa aventura que recorre entre brincos los poros de mi piel. Déjame brincar sobre tus cabellos de ríos muertos. Los mismos ríos que alguna vez arrojaron mi navío contra tus escolleras, contra tus costas llenas de bancos y asesinas de barcos esperanzados con llegar a la costa sanos y salvos, y poder poner un pie en aquella tierra indómita que espera con ansia, pero también con depredación, aquel que habrá de llevarte al otro lado del infierno que disfrutas a cada momento de tu vida.
Déjame flotar por entre tus piernas, volar sobre tus carnes de color canela y admirar la vista desde mi aeroplano que desvive por vivirte, que se destruye al sentirte cerca, al igual que el fénix, resurgiendo de entre el dolor y del sufrimiento, de entre tu sudor y humo de cigarrillo. Volaré por los vapores de tu aroma y esquivaré tus ideas que disparadas saldrán de lo más profundo de tu incipiente e ingenuo orgasmo.
Déjame viajarte a pie. Déjame contratar al explorador que sobrevive en tu mente retorcida, que viaja mientras lo hagas viajar, que explora tu céntrico armazón, que camina en reversa y de cabeza, que solo mira hacia atrás y con los ojos del tiempo cerrados a más no poder. Déjame intentar el mapa. Intentar que intento una ruta que nadie conoce, que los sentimientos imponen y que la creatividad dispone. Que nadie sabe para quien trabaja, y el trabajo nunca mató a nadie. No quiero dejarte ver mis ideas que brotan a cada paso, pero sí quiero dejarte que me dejes dejarte.
Déjame ser alguien que piense que te quiere. Déjame salir de aquí y te prometo que nunca regresaré con las manos vacías. Déjame encerrado y contaré tu historia una y otra vez. Te haré (tu) historia y serás lo que siempre has querido ser. Seremos y seré lo que nunca soñamos, seres de ensueño, soñado y añorado, reptante y crepitante, seres sin ojos y con más piel, para darnos cuenta que seremos seres hechos para sentir, para dejar de ver, para volvernos eternos y morir hoy mismo. Hoy que ya ha pasado. Hoy que nada tenemos que hacer aquí. Hoy, que no fue nuestro día.

3 de Febrero de 2006.
México, D.F.