Despertó temprano y
corrió al arbolito de Navidad para ver sus zapatos pequeñitos y qué era lo que
los Reyes Magos le habían traído ese año.
Un enorme oso de
peluche le esperaba impaciente junto a sus zapatos, esperando que la niña
llegara para tener alguien a quien proteger. El oso le mostró la carta que le
acompañaba y ella le dijo que aún no sabía leer. El oso, pacientemente leyó la
carta, explicando que ese peluche que recibía como regalo en gratitud por su
benévola conducta, le proporcionaría horas de mutua diversión y apoyo
incondicional en sus momentos más tristes y temerosos. Y era firmada por los
tres Reyes Magos.
Abrazó fuertemente a
su oso de peluche, que empezó a querer como a un entrañable amigo desde ese
mismo momento, pero no podía detenerse ahora, tenía que abrir los demás
regalos. Ahí estaba una pelota, amarilla y grandota, reluciente su plástico
nuevo y ese olor a goma. Rió con todas sus fuerzas la chiquilla y tomó la
pelota haciéndola rebotar por toda la habitación, corrió tras ella y tiró
muebles y papeles en su loca correría. La pelota rebotó y rebotó hasta que ella
decidió tomar un respiro y recordó sus demás regalos. La pelota descansó hasta
que la niña corrió a sus zapatos.
Una muñeca la esperaba
con la promesa de horas de diversión y un incipiente instinto maternal, que
viéndolo en retrospectiva, se había iniciado con el oso de peluche, el cual, ya
gastado, las observaba desde una esquina desarrollar esa nueva relación
niña-muñeca. Le enterneció.
Pero la muñeca también
tuvo un descanso después de un momento de ávida devoción, mientras la niña
corría abajo del árbol y observó el otro regalo. Primero tardó en comprender,
pero después se dio cuenta de que ése era su regalo: los Reyes se habían
llevado sus zapatos gastados y viejos y le habían dejado unos nuevos y más
bonitos. Ella se decepcionó un poco, pero después de probárselos y caminar con
ellos, se sintió mejor. Los zapatos viejos y sucios ya no iban con ella; en
cambio esos zapatos nuevos, limpios y con esos listones de un azul cobalto que
cruzaban desde el talón hasta la punta que se veían más vivos con el sol de
mañana, la hacían sentirse mejor, más bonita. Disfrutaría esos zapatos… o por
lo menos lo hizo hasta que vio otro regalo.
Un juego completo de
ligas y donitas para peinarse. Eran multicolores y de diferentes formas y
tamaños. Algunos tenían caras de personajes de caricaturas, otros de
animalitos, y otros más de flores o estrellitas. Era muchos, demasiados talvez.
Quizá no llegaría a usar todos en un año si usaba uno diferente cada día. Quizá
sí, pero en lo que era peras o manzanas, comenzó a peinarse y a usar un juego
en el que venía un conejito. Entretenida en esa tarea, vio otro regalo. Era un
libro. Pero no era un libro como los que le compraban sus padres. Éste tenía
menos dibujos y más letras, hasta parecía aburrido por tantas letras y con
tantas hojas. Pero tenía que averiguarlo. Abrió en la primer página frente a la
potente luz del mediodía y desde que comenzó la lectura, la historia del libro
la sumergió en aventuras fantásticas donde el capitán de un submarino peleaba
contra un enorme calamar, donde un náufrago pasaba muchísimos años en una isla
casi desierta en compañía de un aborigen con el nombre de un día de la semana,
donde había peleas de piratas y también retratos viejos y demacrados de
personas jóvenes y hermosas, donde había cuantiosos tesoros en islas y donde
había ballenas endemoniadas que trastornaban la mente del capitán del barco. Y
ella hubiera seguido dentro de esas historias si no hubiera visto los demás
regalos.
Una falda larga y
hermosa, llena de vida primaveral, tal y como era ella. Tan alegre y vivaracha.
Sería la sensación, todas envidiarían esa falda tan bella. Se probó la falda y
le pareció divina. ¿Pero con qué la usaría? Claro, ahí estaba otro regalo. Unas
preciosas zapatillas de tacón. Ella jamás había usado tacón alto y parecía que
ese era el momento de aprender. Los calzó rápidamente y comenzó a caminar.
Tambaleante primero, falseando y torciéndose los tobillos, pero pronto tomó práctica
y en unos minutos camina con soltura y seguridad, y más adelante hasta con
coquetería y sensualidad.
Las zapatillas eran
como una extensión de su cuerpo, para cuando corrió a ver los demás regalos,
que consistía en un juego de polvos en estuchitos. Ya los conocía, su madre
tenía algunos y por cierto que a veces le prestaba uno que otro. Pero ahora,
ella tendría el suyo propio, no más de depender de los de su mamá.
Le siguieron algunas
joyas, faldas cada vez más cortas, una fragancia de un suave aroma y hasta un
libro de cocina. Muchísimas recetas tenía ese libro. Desde platos fuertes hasta
postres. Desde sopas hasta galletas. Desde entremeses hasta pastas. Sería algo
interesante, tal vez y aprendiese a cocinar pronto. Tal vez.
Los regalos se veían
diferentes conforme caía la tarde. Ahora tenía una sonaja, una pequeña
cobijita, unos zapatitos, etc. A veces eran blusas que la hacían verse más
bella, más radiante, o un par de aretes que resaltaban esa fragancia femenina
que siempre había destilado por los poros. Y otras veces un cuadro de alguna
ciudad lejana, o una fotografía un poco descolorida que le recordaba otros
tiempos.
Se sintió lejana y un poco desconcertada cuando abrió un regalo que contenía un chal de serios colores, pero eso sí, muy calientito. Se sintió a gusto con él y decidió que le iría perfecto ese regalo. Sin embargo, el desconcierto siguió. Cada vez le emocionaban menos los regalos y más se sentía satisfecha. También recordaba más los primeros regalos que los últimos. Recordaba casi perfectamente el oso de peluche, que ahora estaría sepultado debajo de tanto regalo, pero no lograba recordar cuál era el último que había abierto. Dejó de darle importancia a eso y recordó que tenía algunos otros regalos. Fotos grises, pequeños poemas y algunos papeles amarillos que, ya de noche y a la luz de la tenue luz de una bombilla eléctrica, era difícil ver.
Ya estaba cansada.
Decidió irse a dormir, había sido muy ajetreado y excitante abrir todos esos
regalos, pero ahora ya era tiempo de ir a la cama. Despacio se levantó y echó
una última mirada. Le faltaba un regalo. Sonrió y pensó en regresar, pero se
decidió por no hacerlo, ya que requería mucho esfuerzo y ahora sólo quería
descansar.
Tomó su bastón, que
por cierto había sido uno de sus regalos, y caminó lentamente a su cuarto.
Mañana abriría ese último regalo. Mañana, descansada y con más fuerza. Mañana,
que siempre hay uno.
6 de Enero de 2004.
Colima, Col.
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