domingo, 17 de mayo de 2009

Carta desde el rincón



Mi adorada Jimena:
Te escribo desde mi desolada morada, esta fría y solitaria covacha que he tomado como hogar. Estoy en lo más profundo, en lo más lejano del país. Estoy oculto detrás de miles de kilómetros de carreteras, millones de metros de líneas telefónicas. Estoy tan lejos de cualquier lugar, que aquí ya no existen las sombras, aquí ya no existen los pasos. Ya no existen las miradas.
Aquí solo existe lo que existe. Existe este viento, existe esta lluvia, estos olores. Aquí es como el país de las últimas cosas. Estamos encerrados y las memorias se evaporan rápidamente. Uno tiene que hacer casi milagros para evitar olvidar.
Por eso te escribo. Por eso escribo tu nombre en esta carta. Jimena. Así no lo olvidaré. Pero tiene sus desventajas, a lo mejor jamás recibes esta carta. Por que es para mí, más que para ti. Escribiré y escribiré hasta el fin de estos días. Para no olvidar. Escribiré de cómo nos encantaba pasear por el centro, tomados de la mano, sin decir palabras, solo caminar. Escribiré de cómo nos olvidábamos del resto del mundo y nos pasábamos horas y horas, amándonos, desnudos, sin pensar en el futuro, solo pensando en nosotros, recorriendo nuestras pieles con la mirada, con las manos, con el deseo, con nuestro calor.
He olvidado muchas cosas, y ese espacio en mi mente comienza a llenarse con ideas inusuales y hasta locas. A veces pienso que llegaras a mi, atravesando kilómetros de tiempo y años de distancia. Llegas con tu sonrisa a flor de piel, tan rozagante y fresca como después de un baño. Llegas a mi y sin decir palabra alguna me besas a profundidad. Me desnudas y me hace el amor casi frenéticamente. Y en el momento del orgasmo, me muerdes y arrancas mis carnes. No duele, y yo hago lo mismo. Comenzamos a devorarnos con sensaciones a mil por hora, con la respiración agitada, con los ojos cerrados y bebiendo sangre, mezclada con sudor y lágrimas. Nos alimentamos del otro, tan llenos de avidez por pertenecernos, por querernos uno dentro del otro por una unión más profunda, más íntima que el propio amor. Tan satisfechos y golosos nos masticamos, que acabamos el uno con el otro; nos devoramos totalmente y desaparecemos. Pero aún estamos ahí. Aún nos estamos besando, sin estarlo. Aún nos amamos sin estar presentes. Solo una gota de sangre que escurrió por mi barbilla y fue a caer entre las sábanas blancas, es la testigo de nuestro voraz amor. Solo ella que quedará un tiempo ahí, mientras se seca y se pone amarilla. Después se volverá polvo y viajará por los cuatro vientos llevando con ella la noticia de nuestra evaporación. Y ella regresará al lugar de donde partimos y se dará cuenta de que ese era nuestro destino. Se dará cuenta de que no había otra forma de que pudiéramos estar untos, si no era en el rincón del país donde no existen las sombras, y devorándonos mutuamente para ser uno del otro. Solo entonces podrá morir en paz esa dulce gota de sangre, que de todas y cualquier forma, somos nosotros mismos.

¿Has visto? No solo comienzo a olvidar, si no que empiezo a desvariar. Empiezo a sentirme acabado. Empiezo a perderme en mi propio laberinto.
Suceden cosas extrañas. También pasa más rápido el tiempo aquí. Y esto trae consigo otro factor: también se pierde la esperanza en cantidades industriales. Me he visto envejecer de la noche a la mañana. De un día a otro he visto decenas de canas en mi pelo, y arrugas nuevas en mi rostro. En una semana encanecí completamente. He perdido fuerza y comienzo a encorvarme. Estoy seguro de que ahora no me reconocerías. He perdido dos dientes, y me duermo casi en cualquier momento.
Intento recordar cuanto tiempo llevo aquí, y podría jurar que apenas son un par de meses. Pero sé que es más. No sé cuanto tiempo exactamente, porque las hojas de la bitácora se han puesto amarillas y a las primeras hojas se les ha borrado lo que escribí. No quiero ni imaginar cómo será el tiempo para ti, que eras una mujer que no podía esperar el mañana. Activa y siempre con algo que hacer.
Imagino que te habrás cansado de esperar. Me habrás puesto en el baúl de los recuerdos y rehecho tu vida. Siempre quisiste un hijo y yo siempre quise esperar. Imagino que ahora serás madre. Una excelente madre, por cierto. ¿Será niño o niña? Tal vez no solo tengas uno. Querías dos, ¿cierto? ¿Será él buen padre? ¿Buen esposo? ¿Te casaste? De lo que estoy seguro es de que eres feliz. Siempre luchaste contra viento y marea para ser feliz. Y hasta donde sé, siempre lo lograste.
Sabíamos que esto pasaría. Te dije que regresaría pronto. Pero tus ojos me dijeron que ya sabías que sería imposible regresar de este mítico lugar. Sin embargo mentiste, dijiste que no me preocupara, que me esperarías, y ambos jugamos este tortuoso juego. No esperaste mis cartas, y quemaste mis fotos apenas partí. ¿O me equivoco? No te culpo ni reprocho nada. Como dije: sabíamos que esto pasaría.
Yo por el contrario, no he dejado de pensar en ti un solo día. Te tomé como mi soga de seguridad. El camino de regreso. Algo por qué luchar y no darme por vencido, dejándome hundir en este pantano que se traga hasta los sentimientos.
Este lugar mata las esperanzas, pero no ha podido con las mías.
Tengo mis esperanzas puestas en volver a verte, y en no derramar mis lágrimas al hacerlo. Si llegase a volverte a ver, sé que me mirarás como a un viejo amigo, me preguntarás como estoy, me contarás de tu vida en seis líneas y te excusarás diciendo que tienes millones de cosas por hacer. Y te irás. Te irás para siempre.
Es por eso que mejor me despido desde ahora. Te evito la molestia de inventarte algún pretexto, y la vergüenza de verme en tan deplorable estado.
Sé que siempre estarás bien. Así es tu vida.

Desde estos días en cuenta regresiva:
Ismael, que jamás dejó de amarte.


23 de Septiembre de 2002.
Ciudad de México.

No hay comentarios.: