domingo, 10 de mayo de 2009

Camposanto



Margaritas amarillas. ¿O son naranjas? Son margaritas que llenan mi visión, saturan de color la única salida que tengo que vivir esta muerte que ni siquiera sé qué es. Es una floresta a mis pies, casi tan llena de flores como lo estoy yo de seres que rondan a mí alrededor. Que flotan preguntando por mi futura existencia, que revolotean y me dicen, me aconsejan de que deje de vivir, que haga algo más de esto que no sé si se podrá llamar vida. No sé si se podrá llamar de alguna forma. ¿Será que el no existir se transmutará en el no ser? ¿No ergo no sum?
Nada está por demás. Aunque tampoco por de menos. Nada es un punto final. Hasta un punto final tiene delante de sí un espacio en blanco. ¿Es la excepción que confirma la regla? El nada significa que nada de nada. ¿Pero que tan nada significa nada? No ser representa una no representación. ¿Qué tal un dogma? No existe, pero sin embargo es. ¿Qué de aquellas palabras que no son, pero que sin embargo existen?
Es cierto, nada es nada… pero nada se tiene a sí misma, tiene esas cuatro letras. Tiene ese lugar en el espacio que le permite ser alguien, algo. Suena a paradoja: Nada es algo.
Entonces puede ser extrapolable. Puede ser que nadie sea alguien. ¿Quién fue? Nadie. Nadie fue. Entonces el argonauta mayor se daría de topes en la pared, porque el cíclope lo haría mierda en tan solo un instante. Entre paréntesis, otra palabra que no tiene nada, pero que lo es. ¿Quién puede negar que decir, que escribir instante no lleva al menos medio segundo, mientras que por definición ya ha pasado? Solo que Jasón no habría de pensar en eso. Tomaría el contexto de la palabra para transformarla en un ser tangible, aunque semánticamente no sea nadie.
¿Estamos poniendo a prueba la gramática o la verificación de existencia de alguien que no es? De nadie, pues. Porque aquello de que “no sea nadie”, resulta en una doble negación. Ser nadie es claro, así como no ser alguien. ¿Pero no ser nadie?
Nadie soy yo. Pero yo no soy nadie. ¿Soy algo? Emigramos de adverbio. Estamos en la frontera del cementerio. ¿Eres alguien (fuiste alguien) por tener un nombre en una cripta? ¿Por tener cifras diferentes labradas en mármol (en el mejor de los casos)? Tu nombre en una calle, en un ala de cierto hospital, en un auditorio, en un museo, en una oficina de patentes, de derecho de autor, en un auto, en un instrumento, en una técnica. ¿Qué poder supremo tiene ese poder, de manejarte como títere, de hacer de tus huesos una marioneta que puede exhibirse en una de las columnas del monumento a la Revolución? ¿Quién puede llevarte como perro faldero a diferentes pueblos, en un baúl, exhibiéndote como burro de seis orejas por miserables veinte pesos?
O al revés. ¿Está uno exento del asombro popular (literal) por ser un Don Nadie? ¿Alguien puede ser un Don Nadie? ¿No es precisamente una paradoja ese apelativo? El subir para arriba no es suficiente, porque todos queremos ser alguien. A lo mejor y ese alguien ya está harto de ser todos nosotros. O harto de ser aquellos que desean ser él. El pobre no tiene identidad propia, porque tiene la de todos aquellos soñadores que solo piensan en ser más rápidos, más fuertes, mejores que aquellos que sienten que a pesar de eso, ya son alguien. Y entonces la chinga es para aquel pobre iluso que creía que era alguien, pero que ahora es todos los demás.
¿Quieres ser alguien? ¿Quieres verte años después, viviendo en la vida de los demás, aún cuando ya estés más que digerido por los gusanos? ¿Quieres verte caminando entre las margaritas amarillas, cuando lo único que pretendían era marcarte el camino para que dejaras de ser alguien y te unieras al club de los nadie, de los no seres, de los inexistentes?


21 de Enero de 2006.
México, D.F.

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