martes, 10 de junio de 2008

Mariana



—Sí, bebo para olvidar. Sabe, cuando oía decir a los borrachines que bebían para olvidar, creía que no soportaban la vida, que eran débiles de carácter, que no podían hacerle frente al destino, que eran perdedores. Pero ahora me veo en la misma situación, en una cantina barata, sentado en la barra, bebiendo mi quinto tequila y platicando mi desgracia con un absoluto desconocido. No, no lo tome a mal, pero es la verdad. Me es Ud. absolutamente desconocido. Me es difícil de aceptar mi situación.
Ahorita debería estar en mi casa, con mi esposa y mis hijos. Sí, se llama Jimena. Es bellísima, muy lista y grandiosa amante. Mis hijos son inquietos, activos, unos diablillos. Mi trabajo es bueno, buen sueldo y hace un mes me ascendieron a Director General de Investigaciones. Soy la mano derecha de la mano derecha del presidente de la compañía. Sí, bastante afortunado.
Ya se lo dije. Estoy aquí para olvidar... No sabría como explicárselo. No, ella no lo entendería. Lío de faldas, sabe. Tendría que contarlo desde el principio.
Cursé la primaria imperceptiblemente, en otro estado. Era yo el niño huraño e invisible que existe en los rincones del salón. El que nunca levanta la mano, el que nunca habla, el que nunca juega. Era muy cerrado con mis compañeros. Me atrevo a decir que nunca tuve amigos en esos tiempos. Sin embargo, había algo por lo que valía la pena salir del anonimato. Ella. Era mi contraparte. Chica lista, bella, activa y muy sociable. Todos los maestros la consideraban la alumna modelo. Yo la amaba en secreto. El día de la graduación, la invité, con todos mis temores a cuestas, a bailar. Ella aceptó y esa noche fue una de las mejores. Pulimos el piso hasta la una de la mañana. Y no supe de ella los ocho años siguientes.
Ya estaba yo en la carrera. Me fui a estudiar a otro estado, por que en el mío no estaba la carrera que elegí. Cambié mucho desde la primaria. En ese entonces era muy fiestero, muy amigable, me llevaba bien con todos. Un amigo de la facultad me invitó a una fiesta de conocidos. Un viernes, lo recuerdo bien. Frío, lúgubre, pero con un aroma que invitaba a salir corriendo a las calles. Bailamos con unas amigas de mi cuate y casi cuando salíamos, la vi. ¿Qué probabilidades había de que dos personas que se conocen, se encuentren en una ciudad diferente, después de ocho años de no cruzar palabra? No muchas, según creo.
Estaba hermosa, el pelo suelto, ojos negros y brillantes, boca sensual, figura perfecta y la mirada más penetrante que haya conocido jamás. La saludé creyendo que no me reconocería. Estaba en un error. Me saludó como si fuéramos viejos amigos, más que eso, como si fuéramos hermanos que no se han visto en años. Por fortuna, un pariente me había prestado su coche y la lleve a su casa. Cuando nos despedimos frente a su casa, me besó cálidamente. Me enamoré en ese instante. Al día siguiente no fui a la escuela. Fui a su casa y me senté en la acera de enfrente dispuesto a interceptarla cuando saliera. Al mes, ya éramos novios. Aún ahora, no dejo de disculparme con mi amigo por hacerlo caminar hasta su casa.
El sueño duró seis meses. Yo la amaba realmente. Ella decía lo mismo. Fue medio año de tórrido romance. Le escribía poemas, le escribía cartas, le mandaba flores, serenata y todo lo que un hombre enamorado puede hacer. Rentamos un departamento. Ahí pasábamos nuestros ratos de intimidad, nuestros momentos de amor. Incluso llegamos a pensar en vivir juntos. Ella fue mi primera experiencia sexual. Antes de eso, solo conocía de sexo por las películas, pláticas de amigos, revistas. Ella era una experta en el arte de amar. Me abrió las puertas, me enseñó los máximos secretos femeninos. Fue mi gurú en el amor.
Claro, todos los sueños terminan. Uno despierta con una sonrisa en la boca, sintiendo nostalgia por el sueño pasado. Pero un sueño así, es doloroso. Estuve en un estado de trastorno mental casi dos días, todo un fin de semana, en una especie de limbo temporal. La había perdido, la encontré solo para perderla otra vez. Decidí bloquear el pasado. Al regresar a la escuela, me enfrasqué en el estudio. Eso me ayudó mucho, pues durante los seis meses que estuve con ella, descuidé mucho la escuela, solo hasta que regresé me di cuenta que tenía tres materias reprobadas. Pero el resto de la carrera no pensé en otra cosa que no fueran libros, investigadores y biblioteca. Al egresar, ya no tenía mas dolor. Y para terminar de olvidar, acepté una oferta de trabajo aquí. Lejos de la ciudad que me vio nacer y más lejos de la que me vio amar.
Claro que sí. La que ahora es mi esposa me robó el corazón pocos años después de eso. Pero hace un mes, mi mente se volvió un torbellino, gigantesco, y crecía a cada instante. Era como si mis recuerdos y pensamientos se estuvieran borrando, se fueran con el remolido devastador. Sí, por eso frecuento cantinas desde hace un mes. Para olvidar lo que el torbellino olvidó quitarme: el dolor. Exactamente hace un mes.
Estaba yo mostrándole la ciudad a unos inversionistas japoneses que planeaban invertir en nuestra compañía. Los llevé a los restaurantes más caros, a los sitios de interés, los museos. Ya entrada la noche, se me ocurrió que siendo hombres de negocios, les gustaría divertirse un rato. Los llevé a la zona de cabarets. Entramos a varios negocios donde las chicas hacían estrip-tis y ya cerca de las tres de la madrugada, estabamos casi borrachos y perdidos. Los japoneses cantaban a todo pulmón canciones incomprensibles, imaginé que eran de su terruño. Llegamos a una esquina donde había muchas mujeres, prostitutas todas ellas. Comenzaron a vendernos sus cuerpos. A los japoneses les llamó la atención una chica alta, trigueña, de pelo negro y bastante atractiva, a todas luces mexicana. Yo clavé la mirada en una mujer recargada en la pared, fumando y sin hacer nada por ganar algún dinero que seguramente le exigiría su padrote al final de la noche. Me pareció conocida y me acerqué para verla mejor.
Sí, adivinó. Era Ella. Cuando me acerqué lo suficiente, volteó a verme, palideció terriblemente y tartamudeó un hola. Imagino que lo mismo me pasó a mí. Trató de ser indiferente a la situación en que estaba, me preguntó, estúpidamente, sobre la escuela, mi vida, si trabajaba y trivialidades. Yo solo respondía con monosílabos, con movimientos de cabeza y con ruidos bucales. Guardó silencio cuando le pregunté por qué.
¿Quién? Ah, ellos. Nunca supe que fue de los mentados japoneses. Según me contaron, se divirtieron muchísimo esa noche. Mi jefe me dijo que los metieron al bote por andar con una prostituta bebiendo en vía pública, los liberaron por ser extranjeros y no hablar un carajo de español, los asaltaron frente a la comandancia, se perdieron en el metro a las seis de la mañana, etc., y que se divirtieron como nunca en su vida. Esa noche fue la que me proporcionó el ascenso y el aumento de sueldo.
Pero de ella, solo recuerdo su cara pintarrajeada. No pude recordar en ese momento la sobriedad con la que se había puesto unas ligeras sombras el día de la fiesta. Y el cigarro en sus manos. Ella había declarado una guerra al cigarro y el alcohol unos años antes. No pudo responder a mi pregunta, solo tartamudeaba y trataba de hacerme recordar las noches que pasábamos juntos, ajenos de todo el mundo. Pero yo solo miraba impávido la profundidad de sus ojos negros, un color que ni el tiempo ni el cigarro podían deteriorar.
Y de un momento a otro, reaccioné. Le pedí que me besara en ese instante, que me amara como en nuestros tiempos, que huyera conmigo, que dejara su vida como yo dejaría la mía. Todo por el amor. Ella, cabizbaja, solo movía negativamente la cabeza y se repetía no, no. Me hinqué y se lo pedí por lo que fuimos una vez, por el destino, que hizo que dos personas se encontraran años después de no verse, en una ciudad distinta cada vez. Cuando me miró, me dijo: “No puedo, mi vida no lleva ese camino, no soy una esposa, no puedo ser una esposa, lo pensé durante muchos años. Cuando hablaste de vivir juntos, creí que sería lo mejor, pero me di cuenta a tiempo. No puedo ir contigo.” Esas fueron sus exactas palabras. Y dicho esto, se acercó a la ventanilla de un carro que se detuvo ahí, dialogó algo rápidamente y subió sin preámbulos. Yo, petrificado, vi las luces rojas del carro alejarse, confundirse con otras, perderse en la obscuridad, apagarse. No supe cuanto tiempo me quede debajo de ese poste del alumbrado público, pero cuando el sol me dio de lleno en la cara, me senté en la banqueta y lloré como nunca en mi vida.



Marzo de 1998.
Colima, Col.

2 comentarios:

Alexa W dijo...

Hey, muchas felicidades! Ya `hacía falta!! Y creo que ten´dré que ser constante porque supongo que no me he actualizado. Te mando besos. Bye.

Rafa Martínez dijo...

Gracias. Andaban rondando por ahí los cuentillos, algunos en papel, otros en binario. Bueno, ahora estarán todos juntos.
Sip, espero que te des una vuelta de vez en cuando. Haber si en una de esas encuentras algo bueno.
Willkommen!