domingo, 6 de julio de 2008

Mercado negro


Aspiró fuerte y sintió que las estrellas se le metían por la nariz. El calor lejano de los puntitos de luz en el cielo la parecía tan real, que olvidó un poco el frío que lo envolvía, el viento que corría desde la montaña hasta su nuca y le entraba despacio por entre el sueter y la piel, brincando en cada escalón formado por las vértebras enchinadas y con los pelitos parados, como piel de gallina. Arrojó otro pedazo de madera a la fogata y las chispas subieron girando como rehiletes dorados, dispuestos a morir en el intento de convertirse estrellas.
Sonrió.
La fogata se consumía sin prisas, pero sin pausas. El calor que emitía era suficiente para mantenerlo vivo, despierto y pensando en el porqué de la inviabilidad de envasar estrellas en pequeños frascos de vidrio ámbar y venderlas a precio de luz en el mercado negro. Claro, él se quedaría con una para el buró de a lado de su cama. No, mejor dos. Una para el buró y otra para la mesita que estaba entre la sala y el comedor. Cualquier cosa, una cita, una invitación a cenar, la lectura de un buen libro (hasta de uno malo), replantar sus cactos en latas de chiles jalapeños en vinagre, o hasta para un momento en el que se vaya la luz. Eso de las estrellas envasadas sonaba prometedor. O al menos sonaba algo romántico, algo así como vender poemas en las esquinas los martes por las noches. O arrojar cuentos para niños en aviones de papel a las primarias durante el recreo. O pintar las lámparas del alumbrado público para que la sombra emitida forme dibujos de animales como los que se forman al juntar las manos.
Pero como casi todo, tenía sus desventajas. Comercializar madera en figuras de pececitos o de ranitas traía como consecuencia el eventual exterminio de los árboles, si no se plantaban más al mismo o mayor ritmo del que eran consumidos. Lo mismo sucedía con los bigotes de las morsas, o con la cola de los leones, que parece que tienen un pequeño plumero. Sin embargo, creía que la compra-venta de estrellas era más parecido a la situación petrolera, que llegaría un momento en que no habría más estrellas en la bóveda celeste para envasar.
¿A quién le gustaría un cielo nocturno sin estrellas? A un cielo diurno está uno más acostumbrado a verlo sin estrellas. Pero en la noche. Esas noches tan sabrosas que sales de la luz neón y te sumerges con viscosidad en la noche plutónica (sic), plagada de luciérnagas y dispuesta a cobijarte con su millón de luces, cada una en cada centímetro de tu piel, penetrando poco a poco por tus poros, haciendo a un lado ese frío que ahora parece querer ganar terreno sobre tu piel, en esas subidas y bajadas, buscando los recovecos que forman tus curvas, tus ángulos y tus esquinas. Haciéndote tiritar de frío porque sabes que las estrellas son tuyas, pero que esas estrellas las tienes que compartir con alguien más. Somos muchos los que queremos estrellas, pero desde que eres dos células haploides tu estrella está asignada, tu estrella tiene ya tu nombre, y viceversa. Pero el nombre de la estrella lo tienen vos dos. Son dos nombres de estrellas. ¿Quién será con el que compartes nombre-estrella?
Probablemente con quien está a tu lado. O el de más allá. A lo mejor compartías el nombre con tu novio del kinder, aquél que lloraba cuando se le caía al suelo la sopa de pasta que estaba utilizando para hacerle una tarjeta a su mamá en ese 10 de mayo. O la chica que te atendía en la papelería que frecuentabas porque tenías que ir a comprar la biografía de algún prócer de la patria, según la fecha en la que te encontraras. A lo mejor tu compañero de nombre era el chico que una vez pasó junto a ti y te tiró parte del refresco durante el estreno de una película. Puede que haya sido esa mujer que te preguntó por tal calle, mientras tu estabas tranquilamente comiéndote una nieve de limón con cajeta durante ese día de verano que simplemente no soportabas estar en tu casa. O aquella persona que viste una vez caminando en la calle, pero que tu ibas en el pesero y no la tomaste en cuenta porque creías que era otra persona caminando por la calle, como tantísimas que has visto durante tus viajes en pesero… ¿por qué aquella iba a ser diferente? ¿Por sus tenis cursis, con hilitos colgando? ¿Porque traía una pulsera que te pareció interesante? ¿Porque portaba una corbata de un color que usualmente no se usa para corbatas? ¿Porque su cola de caballo se movía con el viento en la dirección contraria a la que se les movía a las demás chicas? ¿Porque su bigote hacía parecer a su boca que estaba en una constante sonrisa?, disertaba lentamente.
Tu nombre-estrella andará por ahí, disfrutando de su fortuna, de su vida y olor a pasto recién cortado, sin saber que lo estás buscando. Sin saber que hay alguien que le sigue de cerca los pasos, que lo caza, lo otea en el viento, busca pequeñas ramitas rotas, huellas en la tierra húmeda, troncos arañados. O tal vez sí, tal vez sabe que alguien lo está buscando, y puede devolver el favor, o puede no importarle, escabullirse, ignorarlo. Pero aún cuando busque a su buscador, no sabe como encontrarlo, no sabe quién es el que está sobre sus pasos. Y se repite la historia: puede ser el novio/novia del kinder, de la primaria, de la secu, el panadero, el cartero, la que te corta el pelo, el que te vendió un par de pilas usadas porque no traía ya para el pesero, la de la tiendita, aquel que te pidió la hora en el centro un domingo, la que aún no conoces, tu maestro de música, etc.
¿Cómo encontrar a tu buscador? ¿Y cómo buscar a tu nombre-estrella compartido? En teoría puede ser cualquier persona, pensaba. Al parecer, el único vínculo es precisamente la estrella. El único hilo suelto del que se puede jalar. El pequeño problema es que la distancia es grande, y si uno jala del hilo muy duro o muy rápido, puede romper ese hilo. Y entonces estará difícil encontrarlo de nuevo en esa espesura viscosa y oscura. Que, probablemente, estará llena de hilitos rotos, colgando de sus estrellas, con algún otro hilito colgando, o todavía unido al nombre-estrella. El otro, pues.
Subir por el hilo y bajar por el otro extremo. ¡No hay pierde! Suena bastante seguro, efectivo y a prueba de errores. Cogito ergo sum. La idea está aterrizada, ahora procede la técnica. ¿Cómo se le hace para subir a una estrella por un hilito, y bajar por el otro, en el teórico caso de que el otro nombre-estrella no haya roto su respectivo hilo?
Empujó otro cacho de madera a la fogata. Este cacho estaba más grande y al golpear los carbones al rojo, volvieron a volar las luciérnagas anaranjadas en pos de su estrella, y de su chispa-estrella respectiva. ¿Las chispas tendrán nombre-estrella? ¿Chispa-estrella? ¿Fogata-estrella?
A lo mejor esa era la forma de subir a la estrella, montado en una chispa volátil, giradora como rehilete, ansiosa de buscar nuevas oscuridades que iluminar, nuevas ideas que se encienden como focos de caricatura, recovecos ocultos dónde ocultarse y dormir la siesta del millón de años, para volver de la hibernación rejuvenecidas, enormes y gozosas, dispuestas a comerse un sol viejo y acabado, que no tiene ya esa energía de al principio de los tiempos, que ya no habrá de disfrutar de esa vida roja que tienen las chispas rehilete, que sabe que su vida de amarillo está por terminar y que no teme ser reemplazada por una chispa recién levantadita, desperezada, aún un poco despeinada, con toda la ansia del planeta, con los bríos y con la emoción de volverse una ella, una otra, una nombre-estrella completa y vivir eternamente en el sueño del millón de luces.
No se enteró cómo subir a una estrella, pero ya supo de donde salieron ese millón de soles que le llenan los poros. Después de todo, es posible que sí se puedan renovar las estrellas, que se puedan cosechar estrellas, envasarlas, y arrojar semillas rehilete para hacer nuevas estrellas. Entonces tendrás las estrellas que yo quiera que tengas, te regalaré todas las estrellas que quepan en tus manos, en tus ojos, en tus labios. Tendrás estrellas por cada libro que leas. Por cada canción que escuches. Por cada cena, por cada cita, por cada vida. Tendrás tu propia noche estrellada en el techo de tu cuarto. Tendrás tu propia constelación junto a tu almohada, sobre tu cabeza, junto a tu ventana. Vivirás entre el millón de luces. No necesitarás buscar el nombre-estrella. Lo tendrás ahí, junto a ti.

Pero decide no vender estrellas en frascos ámbar de vidrio. Decide dejarlas en donde están. Además, el sueño lo va invadiendo poco a poco. El bostezo es cada vez más seguido, y comienza a acurrucarse dentro de su bolsa de dormir. La fogata durará un par de horas, tal vez. Pero las estrellas velarán su sueño toda la noche. Una razón más para dejarlas donde están, piensa entre sueños.

8 de Diciembre de 2005.
México, D.F.

2 comentarios:

Alexa W dijo...

Demonios! Es uno de los mejores que he leído de tu autoría.

Rafa Martínez dijo...

¡Me chiveas, WKS!
No preguntaste pero igual te comento del nacimiento del cuento. Sucedió en una de esas recurrentes fallas en el suministro eléctrico del refri que solía hacerlas de mi casa. No hubo forma de prender el calentador, y tampoco de psicotimarse de que habría calor con la luz del foco (75 watts). Lo ideal en ese momento fue enorugarse en el sleepingbag y hacerse a la idea...